Miranda cerró la puerta principal con suavidad, casi conteniendo la respiración para no dejar escapar un sonido que pudiera alertar a alguien. La llave giró en silencio, y por un instante, el frío de la madrugada la envolvió como un abrazo de libertad. Se detuvo allí, bajo el marco, con la pequeña maleta aferrada en la mano, y miró hacia la explanada delantera de la mansión.
El jardín se extendía como una alfombra oscura, apenas iluminada por las luces del camino. Junto a la entrada, los guardias de seguridad conversaban en voz baja, apoyados en sus casetas. Sus siluetas se dibujaban nítidas contra la luz, sombras firmes e imponentes.
El corazón de Miranda comenzó a latir con fuerza. Había salido por la puerta principal, sí, pero ahora comprendía que era una mala idea. Si los guardias la veían con una maleta en la mano a esas horas, las preguntas serían inevitables. Y las preguntas podían ser su condena.
Retrocedió un paso, con la mente corriendo más rápido que sus pies. Una chispa de