Pasó alrededor de media hora y Miranda aún seguía sentada en el comedor, con la taza de café casi intacta entre sus manos, ya fría. Sus pensamientos dieron mil vueltas en su cabeza mientras se cuestionaba a sí misma cómo había podido enamorarse tan perdidamente de un hombre que no la veía como nada más que un objeto.
Después de un rato, se puso de pie y se dirigió a su habitación. Allí permaneció el resto de la mañana; no quería estresarse y, mucho menos, dificultar su salud.
La tarde llego y los rayos de sol teñían de dorado las cortinas de encaje que cubrían las ventanas, como si intentaran suavizar la tensión que se respiraba dentro de aquellas paredes. Miranda estaba frente al espejo de cuerpo entero, ajustando el segundo pendiente de plata, el último detalle de un atuendo que había elegido con una calma calculada.
Su vestido, elegante pero sobrio, caía con suavidad hasta sus tobillos. Era la imagen de una mujer serena, pero debajo de aquella superficie su corazón latía con fuerza