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Capítulo 11 – El muro de Adrián

Una hora más tarde, Adrián se levantó del sillón del despacho con un gesto decidido. El silencio de la mansión parecía amplificar el eco de sus pasos mientras subía las escaleras. Cada peldaño sonaba como una sentencia inapelable. No dudó ni un segundo en dirigirse hacia la habitación que compartía con Miranda.

Abrió la puerta de un golpe seco y luego la cerró con brusquedad, haciendo temblar el marco. El chasquido del cerrojo resonó como un encierro definitivo.

Miranda estaba recostada sobre la cama, cubierta con un camisón de seda color marfil. Fingía leer un libro, aunque sus ojos llevaban varios minutos perdidos en la misma línea. Al escucharlo, giró lentamente el rostro hacia él, y su corazón se aceleró con esa mezcla de ansiedad y cansancio que solo Adrián podía provocarle.

Él llenó el espacio con su sola presencia. Tenía el ceño fruncido, el porte rígido y esa aura de autoridad que parecía apropiarse de cada rincón de la habitación.

—Tenemos que hablar —dijo con voz grave, cada palabra cargada de un peso que no admitía réplica.

Miranda enderezó su espalda con calma estudiada, aferrándose al libro como si fuera un escudo.

—No hay nada que hablar —respondió, firme, aunque por dentro temblaba—. Te pedí el divorcio.

La sonrisa que curvó los labios de Adrián fue cualquier cosa menos amable. Era una mueca de dureza, de poder mal contenido.

—No te lo daré. —Su mirada se endureció, cortante—. Eres mi esposa, Miranda. Y seguirás siéndolo.

Ella aspiró hondo, intentando sostener la serenidad.

—No puedes obligarme a seguir atada a un matrimonio que no tiene sentido. Adrián, tú no me amas.

Él dio un paso más, proyectando su sombra sobre ella. Por un instante, sus labios parecieron a punto de pronunciar algo diferente, un sentimiento genuino, tal vez la confesión de un amor enterrado. Pero su ego ganó la batalla, y en lugar de abrirse, recurrió al único lenguaje que conocía: el del control.

—Puedo obligarte. Y lo haré. No entiendes, ¿verdad? —Su voz se tornó áspera, como un látigo—. El apellido Belmonte no se mancha con un escándalo. Yo no lo permitiré.

Miranda cerró el libro con un golpe seco y se levantó. Sus ojos, brillantes de determinación, se clavaron en los de él.

—No soy un apellido, Adrián. No soy tu trofeo. Soy una persona. Y quiero que salgas de mi habitación.

Por primera vez, él pareció desconcertado. Como si no reconociera esa voz, tan firme, tan diferente a la Miranda sumisa que siempre había esperado. Sus labios se tensaron, pero su mirada no titubeó.

—No voy a salir. —Su respuesta fue tajante, implacable—. Esta también es mi habitación, y esta es mi casa. —Giró la llave del seguro con un chasquido metálico, sellando sus palabras—. Aquí duermes tú. Aquí duermo yo. Así será.

Con movimientos calculados, se quitó la chaqueta y la corbata, dejándolas sobre la silla como quien marca territorio. Luego se recostó en su lado de la cama, sin dejar de mirarla, desafiante.

Miranda sintió un escalofrío recorrerle la piel, pero no era miedo: era repulsión. Se movió hacia el extremo opuesto de la cama, dándole la espalda con un gesto definitivo.

No hubo contacto. No hubo palabras. Solo el peso insoportable de un matrimonio desmoronándose en silencio, mientras las sombras de la noche parecían vigilar cada respiración, como testigos mudos de una guerra sin tregua.

La mañana siguiente amaneció fría, cargada de un silencio extraño. El cielo gris apenas dejaba entrar la luz a través de las cortinas pesadas de la habitación. Adrián ya estaba despierto, de pie frente al espejo, ajustándose la corbata con movimientos rígidos. Miranda lo observaba desde la cama, en silencio, con la mirada fija en su espalda recta.

Él lo percibió. No era solo la quietud de su mirada lo que lo inquietaba, sino el hecho de que no era la misma mujer de siempre. Miranda no lo contemplaba con sumisión, ni con temor, ni con la acostumbrada complacencia que alimentaba su ego. Lo miraba como se mira a un extraño con el que no se comparte nada.

Durante el desayuno, ese cambio se hizo aún más evidente. Miranda no buscaba su aprobación, no sonreía por costumbre, no intentaba llenar el silencio con palabras triviales. Se limitaba a servirse café, hojear el periódico y responder con lo justo. Había en ella una independencia silenciosa, una muralla invisible que lo descolocaba más que cualquier grito.

Adrián cerró el periódico con un golpe seco, incapaz de soportar más aquella distancia.

—Hoy no vas al evento de la fundación —dijo con tono autoritario, como si dictara una orden inapelable.

Miranda levantó la vista lentamente de su taza. Sus ojos, serenos pero firmes, se clavaron en él. Arqueó una ceja con gesto desafiante.

—¿Y por qué no?

—Porque lo digo yo —replicó, tajante, como si esas cuatro palabras fueran suficientes para sostener su mundo.

Miranda dejó la taza sobre el platillo con calma, aunque la tensión brillaba en sus ojos. Su voz salió clara, sin titubeos.

—Esa no es una explicación.

El rostro de Adrián se endureció. Sus labios se contrajeron en una línea tensa y sus nudillos blanquearon contra el periódico arrugado. Estaba acostumbrado a que ella acatara sin chistar, a que sus órdenes fueran ley dentro de esas paredes.

Pero esta vez, Miranda no bajó la cabeza. No desvió la mirada. Se mantuvo erguida, con la espalda recta, como si en ese instante se liberara de un peso que llevaba años cargando.

—No voy a aceptar prohibiciones sin razones, Adrián —continuó ella con firmeza, cada palabra marcando una grieta más en el muro que él había construido a su alrededor—. No soy una niña a la que controlas. Soy una mujer, y merezco respeto.

Un silencio pesado llenó el comedor. Adrián la observó con una mezcla de furia e incredulidad. Y de pronto, su boca se curvó en una sonrisa fría, una de esas que helaban más que un grito.

—Si no obedeces lo que digo —susurró con voz baja pero cargada de amenaza—, de esta casa no sales.

Se levantó despacio, deslizando la silla hacia atrás con un chirrido seco. Ajustó el saco con un movimiento automático y se inclinó apenas hacia ella, como para remarcar cada palabra.

—Recuerda, Miranda: aquí las reglas las pongo yo.

Luego, sin esperar respuesta, se giró y salió de la sala. El sonido de sus pasos firmes resonó hasta perderse en el pasillo.

Miranda permaneció sentada, con la respiración contenida y las manos apretadas alrededor de la taza. Pero en sus ojos no había miedo. Había ira, y había una determinación que comenzaba a nacer con más fuerza que nunca.

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