Los días siguientes transcurrieron como una especie de ritual silencioso. Cada mañana, Valentina se despertaba con la ilusión infantil de verlo otra vez. No era consciente de ello del todo, pero su cuerpo sí. Su piel lo recordaba. Sus pensamientos lo invocaban. Cada mirada de Adriano había dejado un eco en su interior, un llamado que no podía ignorar.
El tercer día después del picnic, lo vio desde su ventana. Estaba a caballo, cruzando los campos al otro lado del río. Vestía de negro, como una sombra noble, solitaria. Se detuvo un instante, giró la cabeza y… la miró. A pesar de la distancia, ella lo supo. Supo que la estaba buscando. Que, de algún modo, ambos habían empezado a orbitarse.
Valentina bajó corriendo. Cruzó el viejo puente de piedra y lo encontró esperando. Sin palabras.
—¿Vas a seguir mirándome así cada vez que aparezco? —preguntó ella, con una sonrisa tentativa.
—¿Así cómo?
—Como si me leyeras el alma.
Él desmontó con suavidad. Sus pasos eran seguros, pero no agresivos. Se acercó a ella con la calma de alguien que está acostumbrado a obtener lo que desea… pero sin prisa.
—No te leo el alma —dijo, deteniéndose a solo unos centímetros—. La escucho. Y la tuya… grita más de lo que crees.
Ella quiso responder, pero su garganta se cerró. Entonces él levantó una mano y le rozó la mejilla con la yema de los dedos. Fue una caricia breve, casi castísima. Pero fue fuego.
Valentina se estremeció. Había pasado tanto tiempo sin sentir un toque sincero, sin que alguien la viera de verdad. No como un cuerpo, ni como una musa, ni como una conquista. Sino como algo más.
—No juegues conmigo, Adriano —susurró.
—¿Y si no es un juego?
Él no la besó. No aún. Solo se quedó allí, con la frente apenas inclinada hacia la suya, respirando el mismo aire. El mundo alrededor desapareció. Solo se oía el agua del río… y los latidos de dos corazones luchando por no rendirse.
⸻
Esa tarde, caminaron juntos por la finca abandonada que había pertenecido a la familia Moretti por generaciones. Adriano hablaba con voz grave, casi nostálgica. Las paredes estaban cubiertas de hiedra, pero la estructura aún era sólida. Había algo melancólico en ese lugar, como si guardara secretos de otros amores que nunca llegaron a florecer.
—Mi padre me enseñó que todo lo valioso debe mantenerse lejos del caos —dijo, observando una ventana rota.
—¿Y tú lo hiciste?
—Durante un tiempo. Pero el caos también vive en uno mismo. Lo aprendí tarde.
Valentina se detuvo frente a él. La luz del atardecer dibujaba sombras doradas en su piel. Adriano la miró otra vez. Esa mirada… intensa, hambrienta, pero también vulnerable.
—¿Qué ves cuando me miras así? —le preguntó ella, atreviéndose por fin.
—Veo lo que intento olvidar. Y lo que temo necesitar.
Ella no dijo nada. No hacía falta.
Lo que los unía no era solo atracción. Era algo más primitivo. Dos seres rotos que se reconocían. Que encontraban consuelo en la cicatriz del otro.
Esa noche, Valentina volvió a casa sola, pero distinta. El cuerpo le temblaba. No por miedo, sino por la certeza de que, tarde o temprano, Adriano iba a romper las barreras que aún quedaban entre ellos.
Y no estaba segura de si quería impedirlo.
Afuera, el río Armonía fluía con más fuerza. Como si también supiera lo que se avecinaba