Tres días pegada a esta silla de mierda y el reloj del pasillo no paraba de hacer ruido. Cada tic-tac me tenía al borde de la locura. No había dormido más que unos minutos acá y allá, siempre con un ojo abierto, vigilando.
Me dolían las manos. Los nudillos hinchados, abiertos, no solo por los golpes contra la pared esa noche. También de tanto apretarlas, de tanto rezar a un Dios en el que ni siquiera creía. Pero qué más podía hacer.
Las enfermeras pasaban cada dos horas. Siempre la misma rutina: revisar el suero, mirar los aparatos, anotaciones en esa tablilla. Entraban, hacían lo suyo y se iban rápido. Ni me hablaban.
Isabella no se movía. Estaba tan quieta entre todos esos tubos y cables. Cada dos minutos me inclinaba a buscarle algo, lo que fuera. Un parpadeo, un suspiro. Cualquier señal de que no me había quedado sola.
Tenía la boca seca de tanto café malo de máquina. El estómago me rugía, pero no tenía hambre. Solo una sensación extraña. Estaba esperando que me dijeran algo horri