La primera cena después del atentado fue un desastre.
Me senté en la cabecera de la mesa, serio como una lápida. Con la desesperación todavía escurriéndome del alma, si es que todavía tenía. La idea, la puta idea de haberlas perdido en un segundo, a ambas no se me iba más. Esos hijos de puta lo pagaron con sangre.
Ponía cara de póker para que no se me notara que por dentro podría morirme, pudrirme si les tocaban un solo pelo.
A Isabella la espiaba a escondidas. Mi princesa ya no estaba, sus berrinches, sus ataques de celos, todo eso que la hacía mi niña hermosa desapareció.
Victoria era un tema aparte. Quería enojarme con ella, castigarla con indiferencia para que aprendiera a obedecer de una puta vez. Pero me miraba, me acariciaba, me susurraba al oído y me olvidaba de todo. Solamente necesitaba sentir su cuerpo caliente contra el mío para respirar otra vez.
Alessandro estaba a su derecha, relajado como siempre, jugando con la copa de vino. Isabella frente a mí, con el pelo recogido