Era todo un desastre, Isabella se deshacía entre sollozos y gritos. Me arañaba el pecho, gritaba, me rogaba que no dejara que la madre se la llevara. Tuve que darle un calmante. Tenía los ojos enrojecidos, perdidos.
—Nadie va a llevarte, hija. Estás a salvo —le susurré al oído—. Nadie va a tocarte mientras yo viva.
Al final, se durmió en la cama, con las lágrimas secas pegadas a las mejillas. Me partió el alma. Le sumó a la rabia que se me acumulaba y me pudría todo por dentro.
Después Victoria. Quería mostrarse fuerte, pero le vi el miedo en cómo le temblaban las manos. Hasta cuando le limpié las heridas, las marcas de la pelea, se aguantó. Le pasaba alcohol y ella solo me miraba sin decir nada, mordiéndose el labio.
—¿Estás bien? —le pregunté.
Dijo que sí con la cabeza. No quería hablar para no largarse a llorar. Me costó, pero le di un calmante también. Me acosté con ella, la abracé. Estaba tibia y respiré profundo. Casi no se movía, pero cuando estuvo más tranquila se acomodó sobr