Llevaba toda el día con mal presentimiento.
Isabella había dicho que le dolía el estómago y que no quería tener clases. No insistí. Pensé que necesitaba un respiro, un día sin profesores ni entrenamientos, un descanso. Después del atentado había estado tensa. Pero algo en sus ojos me inquietó. Tenía una mirada rara. Como si estuviera escondiendo algo.
El día se me había hecho eterno. Isabella no había bajado a almorzar. Cuando pregunté, una empleada me dijo que había subido a llevarle comida pero que le había dicho que no tenía hambre. Eso me preocupó más.
Como a las once decidí llevarle una taza de té. Calenté agua en la cocina, preparé su té favorito. Subí las escaleras despacio. Abrí la puerta de su cuarto sin tocar.
La taza casi se me cae.
La cama estaba tendida, intacta. El cuarto estaba demasiado ordenado. Sentí un vacío en el estómago, un frío que me subió por la espalda.
—Isabella... —la llamé.
Nada.
Dejé el té sobre la mesa. Abrí el armario. Miré bajo la cama, en el baño. Sab