Fue un día de mierda. Hacía mucho que no salía a la calle a hacer el trabajo sucio. Para eso tenía a mis hombres.
Pero el panadero estaba deshecho. Era un hombre mayor, trabajador, que siempre había sido fiel a la familia. Lloraba como una criatura. Me mostró las fotografías de la hija en el hospital: los cortes, las suturas, la cara hinchada como una pelota.
El rostro de mi propia hija se cruzó por mi cabeza. Sentí una furia enfermiza. Le ordené a uno de mis hombres que lo buscara, que lo ubicara, pero que volviera para avisarme.
—¿Va usted, jefe?
—Sí, de ese hijo de puta me encargo yo.
Lo interceptamos y lo subimos al coche a punta de pistola. Llevaba años sin hacer eso. Ahí recibió los primeros puñetazos. Pedía por favor, no entendía qué pasaba.
Me di vuelta en el asiento del pasajero.
—¿Sabes quién soy?
—El jefe Galli —respondió, tragándose los mocos.
—Y sabes lo que le hiciste a esa muchacha, enfermo asqueroso. ¿Te sientes muy hombre?
No me contestó.
—¡Contesta, hijo de puta! —gr