¡Dios! Todo se había salido de control. Ayudé a Isabella y terminé en un problema más grande. No sabía de dónde habían sacado las fotos, si él me hacía seguir o qué estaba pasando.
Lo peor, o lo mejor, no sé, era que teníamos una química increíble en todo. En casi todo. Lo sentía en el pecho, lo presentía antes de verlo. En la piel, en el cuerpo, en el alma.
Era enfermizo. Y perfecto.
Y no solo eso, sino que con Isabella las cosas mejoraban de a poco. Al menos ya no me demostraba que me odiaba tanto. Pero no la ayudé por eso, sino porque me daba mucha pena la situación: lo que sucedió con la madre, cómo Massimo sufrió, cómo ella sufría por eso sin decirlo.
Yo no sabía lo que era el amor de un padre o el miedo a que te regañara, mucho menos la necesidad de llenar expectativas. El mío se había ido con otra mujer cuando éramos chicas. No nos dio tiempo ni a intentarlo.
Su carita cuando le hablaba a Massimo o cómo le sonreía, cómo lloraba desconsolada cuando él le levantaba la voz. Algo m