Lucile
Siempre me fascinó ver cómo la gente se comporta en los funerales.
Tanta hipocresía bien vestida. Tantos rostros rígidos, máscaras de luto hechas a medida. Nadie llora de verdad. Todos están aquí para ser vistos. Para decir: “Estuve. Lo respeté. Soy parte de esto.”
Y yo, por supuesto, también.
Entré tomada del brazo de Max, con la cabeza alta y la mirada inmutable. Mis pasos eran firmes, mis tacones sonaban con la cadencia exacta para no parecer provocadora… pero tampoco invisible.
Sabía perfectamente quién me miraba.
Quién fingía no hacerlo.
Y sobre todo… quién no podía evitar hacerlo.
Tampoco pasaban desapercibidas las miradas de mi marido y esa maldita mustia. Desde que volvió del más allá, no podía apartar los ojos de la infeliz. Como si la muerte le hubiera dado un nuevo brillo… pero pronto le arrancaré los ojos.
La puta ingenua y desagradable Paulina Salazar de Moreau.
Sentada en uno de los bancos de adelante, con ese aire de mujer estoica que se cree elevada porque apr