Paulina
La iglesia estaba en completo silencio.
Uno que no era de respeto, sino de contención. Como si todos tuvieran algo que decir, pero se lo tragaran para no arruinar el espectáculo.
El ataúd oscuro estaba en el centro, rodeado de flores blancas y velas que no daban calor. Solo luz muerta. El aire olía a incienso, a madera vieja, y a secretos no confesados.
Alexander Moreau.
No lo veía desde el día de mi boda.
No hubo llamadas. No hubo visitas. Solo su firma en los documentos que me ataron a Pierre como una condena elegante.
Nunca supe si lo hizo por poder, por estrategia, o por alguna ilusión torcida de salvación familiar.
Pero ahí estaba yo, vestida de negro, con los hombros rectos y el corazón intacto solo por disciplina. No por ausencia de dolor, si no por agotamiento.
—Compórtate —murmuró Pierre junto a mí, apretándome la cintura con una mano que nunca supo lo que era la ternura.
No respondí.
No quería hablarle. No deseaba entablar una conversación con nadie.
Él, como siempr