Lucile
El quirófano estaba helado.
Ni siquiera el calor de mi cuerpo era suficiente para calmar el frío que calaba hasta los huesos.
Me ardían los párpados, pero no los cerraba. No porque quisiera ver, sino porque quería recordar cada segundo. Cada olor. Cada sonido. Cada fragmento de lo que era necesario para cerrar esta parte del plan.
Me habían inyectado la epidural hacía cinco minutos.
Sentía el entumecimiento subir o bajar por mis costados, pero no llegaba a ser completo. No importaba. Lo había aceptado.
Sabía que el dolor era parte del precio. Lo asumí como todo lo que hacía: sin quejas, sin lágrimas.
—¿Lista? —preguntó el médico.
Era el doctor Herrera. El mismo que aceptó una cifra ostentosa por obedecer sin hacer preguntas.
—Solo hágalo rápido —dije, sin ninguna emoción.
Sabía que unas horas más tarde, en esa misma sala, estaría Paulina. Pero a ella no le darían el mismo trato. No habría cirujano privado, ni epidural.
A ella le darían anestesia general.
Un detalle que podría