PierreEstaba sentado en mi oficina, con las luces bajas y una copa de mi brandy favorito en la mano. Estaba esperando a mi chica de turno, esas que contrataba por un rato, para satisfacer mis más oscuras fantasias. Pero por alguna razón ese día todo me molestaba.No dejaba de mirar el celular. Ningún mensaje. Ninguna novedad. Y eso me ponía los nervios de punta.Paulina había desaparecido hacía días y ni uno solo de mis hombres había podido encontrarla. Desde que me la arrebataron, algo en mi interior no dejaba de hervir. No por ella, claro. Sino por la pérdida. Por la falta de control. Por la vergüenza.Y por esa maldita sensación de que alguien estaba jugando mejor que yo.Aníbal estaba muerto. Y si bien era lo de menos, me molestaba que lo hice por puro impulso. Me dejé llenar la cabeza por mi rubia hermosa. Sé que ella no tiene la culpa. Ella solo deseaba que yo mantuviera el control de la situación, pero... si hubiera visto la escena completa, me habría aprovechado de ese
PaulinaHacía mucho tiempo que no me despertaba en este estado: con los ojos hinchados y la garganta ardiendo. La poca luz que entraba por la ventana era suave, de esas mañanas grises que no sabes si son consuelo o castigo. Me quedé un buen rato mirando un punto fijo, sin moverme, escuchando mi propia respiración.No tenía energía.Ni siquiera para levantarme.Ni siquiera para seguir.Habían sido muchas muertes ya: mi bebé... Aníbal y ahora... mi abuela. Y no era solo dolor por su ausencia. Era por todo lo que significaba no haber estado. Todas esas vidas arrebatadas en un segundo. No pude abrazarlos. No pude despedirme. No podía salir de esta casa para ver por última vez a mi abu... si lo hacía, me ponía en peligro otra vez. A mí. Y a los que me estaban cuidando.Y con ella, Pierre había logrado eso: que incluso decir adiós a alguien que amaba se convirtiera en una amenaza.No sé cuánto tiempo estuve así, mirando la nada, hasta que el recuerdo de la noche anterior me volvió a la
MaxSus palabras me atravesaron como cuchillas. Cada una, directa, sin vueltas. Como si me estuviera arrancando pedazos del pecho con una calma insoportable."Pierre mató a Aníbal."La frase se quedó rebotando dentro de mí. No era solo una sospecha o una intuición. Era verdad. Ella había estado allí. Ella lo había visto."Por su culpa..."Porque el enfermo desgraciado pensó que ella y mi hermano tenían algo.Tragué saliva. El aire en la habitación se volvió denso. Sentía que no podía moverme. Que si lo hacía, iba a perder el poco control que todavía me quedaba.Y luego vino lo demás.“Me sostuvo después de cada paliza… Después de cada vez que Pierre o sus hombres me violaban.”Tuve que cerrar los ojos.Conté hasta tres.Uno… por Aníbal.Dos… por ella.Tres… para no estallar y asustarla. Cuando abrí los ojos, Paulina me miraba conteniendo las lágrimas… pero había algo más. Algo que nunca antes le había visto tan claramente.Fuerza.No esa valentía vacia que se disfraza de coraje.No
PaulinaUn golpe suave. Segundos después la puerta se abrió antes de que pudiera cambiar de idea.—¿Lista? —preguntó Max desde el umbral, con esa voz que me daba más confianza de la que realmente sentía.No lo estaba. Pero asentí igual.Vestía unas calzas negras y una camiseta amplia que Magda me había dejado sobre la cama junto con una nota que decía “Para tu primer día de entrenamiento. Te verás hermosa, incluso toda sudada”. Me hizo sonreír. Necesitaba eso.Bajamos por el ala oeste de la casa hasta un salón amplio y silencioso, con ventanales que dejaban entrar la luz de la mañana. Había colchonetas, mancuernas, sacos colgados, pero todo limpio, ordenado... como si nadie más lo hubiera tocado.—Esta sala es solo tuya —me dijo mientras entrábamos—. Nadie más va a entrenar aquí.—¿Y tú?—Yo vengo contigo —respondió.Nos quedamos un momento en silencio, parados frente a las colchonetas. No sabía por dónde empezar. Max tampoco, al parecer.Se frotó la nuca con la mano y me miró como s
Paulina Pasaron meses desde aquella primera clase de entrenamiento.Cada día me sentía más fuerte. No era una profesional en esto, me faltaba muchísimo para llegar a ser decente en las técnicas que él me enseñaba. Pero estaba mejorando.No solo en el cuerpo, aunque podía levantar más peso o aguantar más tiempo y esquivar mejor los movimientos de Max, sino también por dentro. Como si algo dormido en mí empezara a desperezarse.El dolor en los músculos, los raspones en las palmas… todo eso dejó de molestarme. Empecé a asociarlo con algo positivo. Con mi crecimiento. Con mi libertad.Y con él.Porque, aunque me costara admitirlo incluso frente al espejo, lo cierto era que esperaba ese momento del día como una niña que espera la hora del recreo. Me levantaba temprano, me preparaba en silencio, me vestía con la ropa más cómoda que tenía... esa que Magda dejaba especialmente doblada sobre la silla la noche anterior. Luego me sentaba frente a la ventana a esperarlo.Era un ritual. Uno s
Paulina Su frente seguía apoyada contra la mía. Su respiración todavía acariciaba mi rostro. Estábamos tan cerca… y, sin embargo, había algo que todavía nos separaba...Max me miró. No con hambre. No con impaciencia.Con ternura.—Si no estás lista, lo entiendo —murmuró, como si cada palabra le costara. No porque le doliera… o porque estuviera desesperado... si no porque no quería lastimarme ni un poco.Le acaricié la mejilla con la yema de los dedos. Sentí cómo se tensaba bajo mi toque, pero no se apartó.—Necesito estar cerca de ti —susurré.Él frunció el ceño y respiró hondo antes de hablar...—Cerca… ¿cómo?Tragué saliva. Era difícil explicarlo sin sonar rota. Sin sonar frágil.—No sé si pueda… llegar a todo —dije bajito, evitando su mirada—. Pero quiero saber cómo se siente estar con alguien sin tener miedo…Sentía mi cuerpo temblar. Estaba luchando contra mis deseos y las imágenes del pasado.—Quiero que alguien me toque… y que no duela. Quiero confiar mi cuerpo… por prim
MaxBajamos al comedor, y por primera vez en mucho tiempo sentí que no llevaba el mundo sobre los hombros. Paulina caminaba a mi lado, con el cabello suelto, esa sonrisa nueva… una que no me cansaba de mirar. Su mano seguía en la mía, y aunque pensaba soltarla al llegar, para no hacerla sentir incómoda, no pude. No quise.Cuando entramos en el comedor, Magda nos recibió con una ceja alzada y los brazos cruzados. Una sonrisa se le escapó apenas.—Vaya… pensé que tendría que subir a buscarlos con una cuchara de madera —dijo, mientras sus ojos brillaban de picardía.Paulina soltó una risita tímida. Yo me encogí de hombros.—Es culpa mía —dije, como si fuera una confesión seria—. Me demoré… solucionando un asunto muy importante.—¿Un asunto de café? —intervino Sofía, apareciendo desde la cocina con una bandeja—. Porque por la forma en bajaron, parecía uno… muy especial.Paulina se sonrojó al instante, bajando la mirada al suelo. Yo solté una risa baja. Dioses, ni siquiera recordaba cuán
Max—Lucas —lo llamé sin apartar la vista del desgraciado—. Traeme las herramientas...Iba a disfrutar de esta mierda.Lucas entró con el carro de instrumentos quirúrgicos, herramientas de mecánico y un celular apoyado en un soporte. El perro desgraciado abrió los ojos como platos. —Colóquenlo en posición —ordené a dos de mis hombres. Sacaron al infeliz de la silla y sujetaron sus muñecas en los grilletes que colgaban del techo. Sus tobillos apretados en los que estaban en el suelo. —Desnúdenlo. Mientras ellos lo hacían, me conecté en el teléfono con el doctor Miranda. Él era uno de los nuestros. Sabía lo que le hacíamos a cualquiera que se atreviera a pasarse de listo con uno de los nuestros.—Buenos días, doctor —saludé apenas respondió. —Buenos días, señor. Estoy listo para guiarlo. Sonreí. Pero no era una de esas sonrisas que le había regalado a mi niña... No. Esas habían sido sinceras. Esta sonrisa era la que usaba cuando alguien iba a perder una parte de su cuerpo. —Proc