Paulina
Golpearon la puerta. Una, dos veces. Luego la voz de Max, bajita y paciente.
—Soy yo… ¿Puedo pasar?
Me acomodé en el sillón donde había pasado las últimas horas.
Me limpié rápido los dedos manchados de lápiz. Aún tenía el cuaderno abierto sobre las piernas, con líneas que no sabía si eran bocetos o cicatrices de heridas que tenía que sanar...
—Sí —respondí con suavidad.
La puerta se abrió despacio, y por un instante, pensé que venía con algo serio. Un problema, una noticia… Pero no. Entró como una especie de Santa Claus ejecutivo.
Cargado hasta los dientes.
Tenía una laptop bajo el brazo, una bolsa con revistas que sobresalían por los bordes, y… ¿era eso una caja de teléfono?
Me puse de pie, un poco desconcertada.
—Eh… esto es para ti —dijo, dejando primero la laptop sobre el escritorio—. Ya tiene tus portafolios. Pude recuperar casi todo.
Casi todo.
Esas dos palabras me estrujaron un poco el pecho.
—Y esto —continuó, dejando la bolsa con revistas sobre la mesa auxiliar—. No