Paulina
Pierre conducía con una mano en el volante y la otra en mi muslo, marcando territorio.
Yo miraba por la ventana.
Las luces de la ciudad pasaban borrosas, y en el reflejo del vidrio, no reconocía a la mujer que me devolvía la mirada.
Una mujer nueva.
Una mujer que ya no mendigaba nada.
Una mujer que tomaba lo que quería.
Llegamos a la casa, esa jaula de oro donde tantas veces sentí que me moría… donde fui rota, humillada y despojada de mi humanidad.
Pero esta vez entré con la espalda recta, con los tacones resonando con firmeza sobre el suelo de mármol.
Pierre cerró la puerta de un golpe.
Se giró hacia mí, su sonrisa torcida y triunfante.
—¿Ves? —dijo—. Sabía que volverías a tu lugar.
Me quité la chaqueta con lentitud, dejándola caer sobre una silla.
Me giré hacia él.
—No malinterpretes las cosas, cariño —murmuré, caminando despacio hacia la sala—. Estoy de vuelta, sí. Pero las reglas cambiaron.
Pierre alzó una ceja, divertido por mi actitud.
—¿Reglas? —se burló—. ¿Ahora vienes