Por una broma, Anel firma el contrato equivocado. Ahora está casada con un desconocido. ... Anel Cross jamás pensó que una simple broma cambiaría su vida para siempre. Audaz, rebelde y sin miedo a las reglas, siempre ha vivido al límite, divirtiéndose con su pandilla y desafiando la autoridad. Pero cuando un malentendido la lleva a firmar un misterioso documento, su mundo da un giro inesperado. A la mañana siguiente, descubre la impactante verdad: ha firmado un acta de matrimonio. Y no con cualquiera, sino con Damon Knight, un magnate implacable, tan peligroso como encantador. Dueño de un imperio corporativo, Damon es el epítome del poder y el control, pero detrás de su fachada de empresario exitoso, se esconde un hombre con conexiones en el crimen organizado. En lugar de anular el matrimonio, Damon ve en Anel la oportunidad perfecta para su propia agenda. Con una sonrisa arrogante y un contrato en mano, la chantajea para que desempeñe su papel de esposa ante la sociedad, sumergiéndola en un mundo de lujos, secretos y peligros del que no podrá escapar. Sin embargo, lo que comienza como una lucha de voluntades se convierte en algo más oscuro y tentador. Anel no está dispuesta a ser una simple pieza en su juego, y Damon descubre que su nueva esposa es más difícil de domar de lo que pensaba. Entre el deseo, la traición y un pasado que amenaza con destruirlos, ambos se verán atrapados en una danza peligrosa donde la línea entre el amor y el odio es demasiado delgada. Pero en un mundo donde nada es lo que parece, ¿quién será el primero en ceder? ¿Y qué pasará cuando el enemigo más grande no sea el otro, sino los sentimientos que comienzan a surgir en el fuego de su guerra?
Leer más«—Hasta el fondo.»
Esas habían sido las palabras mágicas de mi amiga, las que me habían llevado a beberme ocho rondas de tequila sin pensarlo dos veces. Ahora, el mundo daba vueltas, mis piernas tambaleaban y cualquier cosa me provocaba un ataque de risa incontrolable. Estaba eufórica, atrevida y con una absurda sensación de invencibilidad. —¿Y qué haremos ahora? —preguntó Tom mientras salíamos del bar. La madrugada estaba fría y desierta, perfecta para que hiciéramos alguna locura. —Tengo una idea —dijo Ray con una sonrisa traviesa—. Hay una empresa enorme a unas cuadras de aquí. ¿No les da curiosidad ver cómo es por dentro? —¿Estás sugiriendo que entremos sin permiso? —chillé con emoción más que con miedo—. Si nos atrapan, estamos acabados. —Eso lo hace aún más interesante —comentó Ween, encogiéndose de hombros. —¡Hagámoslo! El estacionamiento del edificio estaba envuelto en sombras, apenas iluminado por algunas luces tenues. Caminamos con sigilo, conteniendo la respiración, aunque yo no lograba reprimir las risitas que el alcohol me provocaba. Al llegar, encontramos un ascensor en la zona de carga. Estaba apagado, pero eso no nos detuvo. Tom se agachó frente al panel de control, sacó un pequeño juego de herramientas (¿cuándo había sacado eso?) y comenzó a unir y cortar cables con la seguridad de alguien que había hecho esto más veces de las que admitiría. Un chispazo, un par de segundos y… ¡bingo! Las puertas se abrieron con un sonido metálico. —Eres un maldito genio —susurré, soltando una carcajada. Nos metimos y presionamos el botón del último piso. El ascensor se movió en un suave zumbido y, cuando las puertas se abrieron, nos encontramos en el piso 40, rodeados de oficinas elegantes y vacías. Verificamos que no hubiera nadie. Todo estaba en completo silencio. Entonces, sin más, salimos corriendo como niños en una tienda de dulces, explorando cada despacho y abriendo cajones sin motivo aparente. —¡Anel, mira esto! —exclamó Ween desde una de las oficinas. Sin pensarlo dos veces, salí corriendo por el largo pasillo hasta donde me esperaba mi amiga. La oficina a la que había llegado era diferente a todas las que habíamos revisado antes. Era enorme, con estanterías repletas de libros y un escritorio de metal y cristal que parecía demasiado grande para una sola persona. Todo estaba perfectamente ordenado: el portátil cerrado con precisión, los bolígrafos alineados, los documentos apilados con meticulosa simetría. Incluso los portafolios negros estaban organizados alfabéticamente. Pero lo que más llamó mi atención fue la silla giratoria de cuero negro. Me acerqué y pasé la mano por la superficie rugosa. Algo en mí me impulsó a sentarme. Al hacerlo, me sentí poderosa, importante. En mi embriaguez, imaginé por un momento una versión de mí misma que dirigía una empresa desde una oficina como esta, tomando decisiones que cambiarían el mundo. Pero esas cosas no pasan en la vida real. La gente como yo no nació para lugares como este. Nacimos para emborracharnos en bares baratos, hundiéndonos en problemas, deudas y recuerdos imposibles de olvidar. —Pero miren nada más —la voz de Tom interrumpió mis pensamientos. Entró con una sonrisa burlona—. ¡Si es la señora Anel Cross! —Hizo una exagerada reverencia, lo que me provocó un ataque de risa. En ese momento noté un portafolio abierto sobre el escritorio. Dentro había un contrato, pero la letra era tan pequeña que, entre la oscuridad y el alcohol, no podía leerlo bien. Parecía incompleto, como si alguien lo hubiera dejado a medias. —Justo aquí está su contrato, señor —dije, siguiéndole el juego a Tom—. ¿Debería firmarlo? Sonreí con malicia y apoyé la mano en el mentón, fingiendo estar pensativa. La expresión dramática de Tom me hizo reír aún más. Sin pensarlo demasiado, tomé un bolígrafo del portalápices, lo destapé lentamente y, sin apartar la mirada de mi amigo, deslicé la punta sobre la línea de firma. —Listo. ¡Contratado! —exclamé, señalándolo con el bolígrafo como si fuera un cetro. Nos echamos a reír justo cuando Ween descubrió un armario lleno de botellas de whisky. No eran cualquier whisky. Solo con mirarlas supe que cada una costaba más que mi apartamento de mala muerte. —No veo nada —se quejó Tom, tanteando en busca de vasos. —Solo enciende la luz. Ween tardó en encontrar el interruptor, pero cuando lo hizo, el despacho se iluminó de golpe, obligándome a entrecerrar los ojos por unos segundos. Ray apareció unos minutos después, justo cuando probábamos el primer sorbo de whisky. El líquido bajó por mi garganta dejando un cosquilleo amargo, pero sorprendentemente agradable. Ahora entendía por qué los ricos bebían estas cosas sin importarles el precio. —¿Qué es eso? —pregunté cuando vi a Ray sosteniendo un objeto pequeño entre las manos. Lo miraba con demasiada atención. —Nada —respondió de inmediato, guardándoselo en el bolsillo. Fruncí el ceño, pero no insistí. Sabíamos divertirnos, sí, pero nunca robábamos. Meterse en un edificio por la adrenalina era una cosa, llevarse algo, otra muy distinta. Pero confiaba en Ray. Media botella después, estábamos aún más borrachos. Lo suficiente como para bailar sobre los muebles al ritmo de la música que salía del teléfono de Ween. Nuestros pasos torpes nos hicieron tropezar con un estante, y antes de poder reaccionar, varios objetos de cristal se estrellaron contra el suelo con un estruendo. —Creo que es hora de irnos —dije, observando el desastre con una mezcla de culpa y lucidez repentina. —No seas aburrida, Anel —protestó Ween, revolviendo su cabello rojo. Iba a responder cuando, de repente, un sonido ensordecedor llenó el aire. Las luces comenzaron a parpadear en rojo. Nos tomó un segundo darnos cuenta de lo que estaba pasando. La alarma. Nos miramos sin decir nada y, como si hubiéramos ensayado toda la vida para este momento, salimos corriendo hacia el ascensor. Apenas pisamos el estacionamiento, echamos a correr como si nuestra vida dependiera de ello. Y tal vez sí. Entre jadeos, no pude evitar soltar una risa histérica. Pero cuando escuché las sirenas de la policía a lo lejos, una sensación pesada se instaló en mi estómago. Tal vez esta vez sí habíamos cruzado la línea. Tal vez esta vez el juego había ido demasiado lejos.No hay una palabra que pueda abarcar todo lo que siento ahora.Ni “felicidad”, ni “paz”, ni siquiera “amor” logran describirlo.Es algo más profundo. Más íntimo. Como si por primera vez, después de años de oscuridad, pudiera respirar de verdad.Estoy aquí. Sentada en la sala de la mansión, envuelta en una manta suave, mientras Damon prepara café en la cocina. La lluvia golpea los ventanales, como si el cielo lavara todo lo que fuimos… y nos dejara limpios para lo que vamos a ser. Tengo puesto un pijama y acaricio mi pequeñísimo vientre mientras leo un libro sobre consejos de maternidad. Damon se sienta a mi lado, me pasa una taza y me mira con esos ojos de tormenta que me derriten cada vez. Me acaricia la mejilla con los nudillos y me pregunta:—¿Estás bien?No. No estoy bien. Estoy mejor que bien. Estoy completa. Pero no sé cómo decirlo, así que solo asiento. Luego, me atrevo a decir lo que llevo días guardando:—Prométeme algo.Él se tensa levemente, como si temiera que le pidiera
El sonido del agua corriendo en la regadera es lo único que rompe el silencio espeso de la habitación. Acabo de salir del baño, envuelta en una bata de satén blanco que encontré sobre la cama, al parecer las empleadas lo dejaron para mí. Mientras Damon sigue adentro, bajo el agua caliente. No habíamos intercambiado muchas palabras desde que subimos a la habitación. Solo miradas. Miradas cargadas de demasiadas cosas: rabia contenida, pasión enjaulada, necesidad y miedo.¿En qué está pensando?Eso me mata.Durante los días anteriores lo sentí lejano, frívolo, como si aún no estuviera seguro de perdonarme. Pero en la boda… ese beso… Dios, ese maldito beso no fue frío. Fue un acto de posesión. Me besó como si quisiera grabar su alma en la mía, como si no pudiera soportar la idea de perderme de nuevo. ¿Y ahora? ¿Volverá a ser ese hombre distante que apenas intercambiaba miradas conmigo?Me paro frente al gran espejo de la habitación y me suelto el cabello. Mis mechones aún están húmedos, y
Una semana.Siete amaneceres en los que desperté en la misma mansión que Damon. Y aún así, él y yo seguimos a kilómetros de distancia. Sus ojos me buscan, pero sus labios ya no me rozan. Sus manos ya no se aferran a mi cintura como antes. Y cada vez que intento acercarme, él simplemente se aleja. Como si el amor doliera más que el odio.Pero hoy... hoy todo cambia.Hoy me caso con el hombre que me partió el corazón y, al mismo tiempo, lo mantuvo latiendo. Hoy dejo de huir, dejo de pensar, dejo de esperar. Me convierto en su esposa otra vez. Y no por un papel. No por una estrategia. Sino porque elijo quedarme. Con él. Con Damon.—Estás lista, señorita Anel —dice la sirvienta mientras acomoda la cola del vestido.Asiento frente al espejo.No puedo dejar de mirar mi reflejo. El vestido blanco cae como una cascada de seda sobre mi cuerpo. Es ceñido en la cintura, con detalles en encaje y una espalda descubierta que me hace sentir tan poderosa como vulnerable. Es el vestido de mis sueños,
Dos días.Solo eso me dio.Dos míseros días para decidir si volvía a entregarle mi corazón… o si lo dejaba ir para siempre.Dormía poco, comía a la fuerza, y me sorprendía llorando sin motivo. O al menos eso quería creer. En el fondo, lo sabía: lloraba porque mi corazón ya había tomado una decisión, pero el miedo a perderlo otra vez me hacía dudar, tambalearme, enloquecer. Lo amaba. Con una intensidad cruel. Y ese amor, aunque me había destrozado, seguía latiendo en mi pecho como un grito desesperado.Porque, ¿cómo se elige algo así cuando el corazón ya decidió mucho antes que la mente? ¿Cómo pretender siquiera tener una elección real cuando él vive dentro de mí, cuando lo siento en cada rincón de esta casa, en cada respiración, en cada parte de mi cuerpo que todavía lo anhela? Cuando nuestro hijo crece dentro de mí, recordándome cada segundo que nunca podré alejarme del todo.Caminé por la mansión como un alma en pena. Cada rincón me hablaba de él. De lo que fuimos. De lo que podríam
No sé en qué momento me venció el cansancio. El agua de la bañera estaba tibia, mis dedos arrugados y mis pensamientos dando vueltas como un huracán descontrolado. Cerré los ojos un instante, solo uno… y me perdí.Un ruido seco, como una puerta golpeando contra la pared, me arrancó del sueño. Abrí los ojos de golpe, aún aturdida, y al principio no supe si era parte de una pesadilla… o si la pesadilla era real.Él estaba ahí.Damon.De pie frente a mí, con la mandíbula apretada y la mirada ardiendo como fuego. Mi corazón se disparó. Lo primero que hice fue cubrir mi cuerpo desnudo con las manos, instintivamente, aunque en el fondo sabía que él había visto cada rincón de mí antes. Pero eso no le daba derecho a irrumpir así.—¡Qué demonios haces aquí! —espeté con la voz temblorosa, entre sorpresa y rabia.—No te cubras, Anel —dijo con una frialdad que me caló los huesos—. No me digas que ahora te da pudor, como si ese hijo que llevas hubiera sido plantado por obra del Espíritu Santo.Me
El corazón me latía con fuerza, no por emoción, sino por rabia. Por frustración. Por todas esas emociones que había intentado enterrar con su ataúd vacío.Allí estaba. Damon. Vivo. Impecable. Frío como el mármol.Mi esposo resucitado.Hace un minuto atrás pensé que me desmayaría, pero ya estoy más repuesta de la impresión. Así que me permito continuar con más firmeza. —¿Por qué? —mi voz es firme, pero dentro de mí, estoy temblando. Lo odio. Lo amo. Lo quiero matar. Lo quiero besar—. ¿Por qué fingiste tu muerte? ¿Por qué me hiciste creer que estabas muerto, Damon?Él levanta la vista, pero no hay emoción en sus ojos. Solo esa frialdad que ahora parece ser parte de su piel. Se toma su tiempo antes de contestar.—No fingí nada. —Su voz, más profunda, más ronca. ¿Siempre fue así? ¿O lo olvidé con el dolor?Se desabotonó lentamente la camisa, como si no le importara estar desnudando su herida frente a mí. Como si el hecho de que casi murió fuera algo que yo debía entender… aceptar… callar
Último capítulo