Paulina
El aire de la sala me ahogaba.
Sentía el perfume mezclado de cientos de personas flotando como una niebla pesada.
No podía quedarme allí.
No.
Las piernas me temblaban pero logré avanzar hacia las puertas que daban a la terraza.
Empujé el marco de vidrio y salí.
El aire fresco de la noche me golpeó el rostro.
Apoyé las manos en la baranda de mármol.
Respiré.
Otra vez.
Otra vez.
No mires atrás.
No pienses.
No sientas.
Pero los pasos se acercaron igual.
Firmes.
Reconocibles.
—Paulina —escuché su voz, grave, áspera.
No me giré.
No podía.
—¿Qué quieres? —pregunté, apenas un susurro.
Sentí su presencia detrás de mí. No me tocó. No se atrevió. Pero estaba ahí, como una sombra que nunca había dejado de seguirme.
—No pensaba encontrarte aquí —dijo.
Me reí sin humor.
—Tranquilo —dije—. No pienso arruinar tu noche perfecta.
La amargura me quemaba la garganta.
Max no dijo nada enseguida. Lo sentí moverse, inquieto.
—No es lo que piensas —murmuró al fin.
—¿Ah, no? —me giré, despacio, mirá