Cinco millones de dólares

Demetrio no pensaba en Celine. No pensaba en el hijo que llevaba dentro. Para él, el amor era un arma. El control, una necesidad.

A la mañana siguiente, cuando pidió el desayuno, la camarista que lo trajo llevaba un vestido corto que dejaba ver sus muslos morenos. Él le ofreció cien dólares por una mamá. Luego doscientos por más.

Ella vaciló, pero terminó en su cama, gimiendo entre las sábanas en la posición de perrito como una sombra más de su vacío. El no tiene la costumbre de besar a mujeres, se las follaba hasta saciarse.

Cerró un trato de cinco millones durante su viaje y regresó al lado de Celine.

Mientras tanto, en el apartamento, Celine lloraba en silencio en el baño. Tenía náuseas, mareos, miedo. Pero más que todo, se sintió sola. Completamente sola.

No sabía que acababa de hacer un pacto con un diablo vestido de traje italiano.

Y que ese hijo que llevaba dentro... pronto sería el centro de una guerra que aún no entendía. Así que mejor mantenia la boca cerrada.

Llanto. Miedo. Dudas. Y entonces, Demetrio volvió a aparecer con la misma cantaleta cuando regreso de su viaje.

—Lo criaré como mi hijo. Nadie sabe nunca la verdad. Te daré protección, un hogar, paz. Pero debes hacerme una promesa.

—¿Cuál?

—No volver a mencionar al padre del bebé.

Meses atrás...

Un sedán que venía de una fiesta cruzó en rojo. El impacto fue brutal. La motocicleta voló por los aires y el cuerpo de Austin fue arrastrado varios metros antes de quedar inerte en el pavimento. La llovizna lavaba la sangre que se mezclaba con el agua sucia del asfalto.

Los vecinos llamaron al 911 de inmediato. Cuando llegaron los paramédicos, Austin apenas respiraba. El casco había salido volando. Tenía una fractura en el cráneo, costillas rotas y múltiples contusiones. Buscando en sus bolsillos, encontraron su cartera y su identificación escolar. Uno de los paramédicos murmuró:

—Es del instituto del distrito St. Thomas. Este chico es menor de edad.

Llamaron a la escuela, y el director, al enterarse, no dudó en contactar a los abuelos de Austin. Cuando estos llegaron al hospital, el joven ya estaba en la sala de emergencias, entubado, inconsciente.

—Va a vivir? —preguntó la abuela, con la voz quebrada.

—Está muy grave —respondió el médico—. Tiene un traumatismo craneoencefálico severo. Si sobrevive esta noche, el siguiente reto será si recupera o no la memoria.

Austin cayó en coma.

Durante una semana, su abuelo se quedó dormido en la sala de espera con la radio en bajo volumen, esperando que algo cambiara. La abuela rezaba sin césar. Celine, por su parte, no tenía idea de que él yacía entre la vida y la muerte.

Dos semanas después, Austin despertó.

Abró los ojos lentamente, cegado por las luces del techo. El pitido constante del monitor cardíaco era lo único que rompía el silencio de su habitación.

—Austin... —susurró su abuela, acercándose con lágrimas en los ojos.

— ¿Quién es usted? —preguntó él, confundido.

—Soy yo... tu abuela, mi niño.

Pero Austin no registró nada. Ni su nombre. Ni a ella. Ni Celine. Nada. Su mente era un lienzo en blanco.

Un mes después, con el alta médica en mano, los padres de Austin viajaron desde Chicago para llevárselo a vivir con ellos, bajo estricta seguridad. Era evidente que alguien había querido hacerle daño. El accidente no fue casualidad.

—Volveremos a empezar —dijo su padre, mientras lo ayudaba a subir al coche—. Eres Austin Maximiliano Costelo. Y esta vez, nadie te va a tocar.

El sentía que le faltaba algo. Pero no sabía que. Le tocaba aprender como un niño desde cero.

Mientras tanto, Celine... estaba sola, con un alma destrozada y una vida que jamás imaginó vivir.

—Olvida a su padre. Olvida su nombre. Nunca más lo menciona—le repite.

Celine, con miedo, sin opciones, aceptó. El bebé estaría seguro, pues no sabe quien mato a sus padres y su hermana no quiere saber de ella.

Y así selló su destino con el hombre que prometió protegerla a cambio de su amor.

La noche se pinta de oro y champán. Las lámparas colgantes del salón iluminaban con suave la seda blanca del vestido de Celine, que a sus diecisiete años parecía sacada de una pintura renacentista. Sus ojos, aunque cansados ​​por el dolor que aún se ocultaba bajo su piel, brillaban con una mezcla de miedo y resignación. No era amor lo que sentía. Era necesidad. Era protección.

Y, sobre todo, era el deseo de darle a su hijo una oportunidad ya que Demetrio le dijo que nunca dio con el desfile de su supuesto padre de su bebé. Sin embargo mando a matar a todos los tipos con el nombre que ella proporcionó.

Cuatro meses después...

Demetrio Gambino la observaba desde el altar con una expresión contenida. Nadie en aquella iglesia ornamentada con flores y orquídeas importadas podía imaginar que aquel hombre que lucía tan enamorado, había sido el arquitecto del caos que destruyó a la familia de Celine.

— ¿Aceptas a Demetrio como tu esposo legítimo? —preguntó el sacerdote.

—Sí —respondió ella, con voz firme.

— ¿Aceptas a Celine como tu esposa legítima?

—Con todo lo que soy —susurró él, tomándola de las manos—. Para siempre.

Los aplausos no hicieron que Celine sonriera. Pero tampoco lloró. Sabía que acababa de entregar su vida a ese hombre.

La recepción fue un derroche de lujo. Cientos de invitados que ella no conoció, vino italiano, valses interminables. Mujeres envidiosas que la odian sin conocerla. Y Celine, siempre bajo la mirada devota de su nuevo esposo.

Cuando llegaron al penthouse que Demetrio había preparado en la torre más exclusiva de Manhattan, él no le dijo nada. Solo la tomó de la mano con suavidad y la conducida al dormitorio nupcial, donde las velas aromáticas y las sábanas de lino blanco creaban una atmósfera casi irreal. Ella estaba que temblaba sola.

—Puedes cambiarte —dijo él con una sonrisa leve, dándole una bata de seda—. No hay prisa. Estoy agotado.

(agotado de tirarse dos mujeres en su propia celebración a escondidas de ella)

Ella estaba al baño, se miró en el espejo. Por un momento, pensó en Austin. En cómo habría sido su noche de bodas con él. Pero ese futuro había muerto.

Al salir, Demetrio estaba desabotonando su camisa, pero al verla se detuvo. Sus ojos recorrieron su silueta con una mezcla de admiración y ternura.

Se le paró en ese momento y por eso estaba obsesionado con ella, por más que estaba satisfecho, solo tiene que verla para estar cachondo y aún ni siquiera la ha tocado.

—Estás... preciosa...muy linda —dijo tratando de cubrir su erección al verla con su barriguita de embarazada de cuatro meses.

—Gracias.

Se acercó con pasos lentos, como si ella fuera de cristal. Le acarició la mejilla con el dorso de la mano, luego el cuello. Celine no se movió.

—No voy a hacer nada que tú no quieras por ahora —murmura—. Te amo, Celine. Aunque no lo entiendas. Mi amor por ti no nació por accidente, pero sí me ha cambiado.

Ella alzó la vista, confundida.

—¿Qué quieres decir?

Él negó suavemente con la cabeza.

—Solo que... te cuidaré. Siempre. Y a tu hijo también. Es mío ahora, si tú me lo permites.¿tú te entregarás a mí esta noche?¿quieres estar conmigo? Yo cuidaré de ti.

El se desnuda y ella traga saliva.

-Si...

La besó con una delicadeza que no esperaba. Sus labios eran cálidos, pacientes, como si temiera romperla. La llevó hasta la cama y se recostó a su lado, sin prisa, sin apuros. Sus cuerpos se encontraron bajo la suavidad de las sábanas y la protección de la oscuridad.

Demetrio la adoró. No como un hombre adora a una mujer, sino como un pecador rinde culto a su redención. Cada caricia fue una disculpa no dicha. Cada suspiro, una confesión muda. Celine cerró los ojos y se dejó llevar por una marea de sensaciones desconocidas, distintas a su primera vez con Austin.

—Eres mía, Celine. Mía en cuerpo y alma. Juro que jamás dejaré que te hagan daño de nuevo.

Sus dedos recorrieron su piel como si leyeran un poema secreto escondido en cada poro. Celine temblaba, pero no de miedo: era vulnerabilidad, era deseo, era esa mezcla de culpa y necesidad que solo él parecía comprender sin palabras.

Demetrio besó su vientre con una ternura reverente, como si supiera que allí latía una vida que no era suya pero ya la sentía como parte de él.

—¿Te duelo? —susurró con voz ronca, apoyando la frente en su pecho.

—No… —jadeó ella, acariciando su cabello con una mano temblorosa—. Solo me asusta sentir tanto.

Él levantó el rostro y la miró fijamente.

—Yo estoy aquí, piccola. No te dejaré caer. No esta vez.

La embistió con lentitud, cuidando cada movimiento. Se detuvo a cada instante para besarle el cuello, los párpados, los labios.

—Así ¿está bien? —preguntó, su aliento tibio rozando su mejilla.

—Sí… —respondió, con un gemido leve—. Así está bien...

Sus manos se entrelazaron, sus cuerpos se adaptaron como si el universo los hubiera diseñado para encajar.

—Estás temblando —murmuró él, al notar la vibración sutil en sus muslos.

—Es que me siento... protegido. Amada. Aunque no sé si tengo derecho a eso después de todo lo que pasó.

—Tienes derecho a todo, Celine —le aseguró, deteniéndose un momento solo para abrazarla—. Incluso un comienzo de nuevo.

Ella soltó una lágrima. Él la besó justo ahí, en la mejilla mojada, y la sostuvo aún más cerca.

—Gracias… —dijo, entre sollozos suaves.

—No me agradezcas por quererte. A veces, incluso los monstruos necesitamos a alguien que nos haga sentir humanos.

Celine lo miró, conmovida. Lo que empezó como un acto físico se transformó en una entrega emocional. No era sexo en solitario. Era una tregua. Una promesa tejida entre las sombras del pasado y la luz incierta del futuro.

— ¿Puedo quedarme contigo? —preguntó en un susurro tembloroso.

Demetrio excitando, besándola una vez más, con todo el peso de su promesa.

—Ya estás conmigo. Para siempre.

Demetrio la observa con sus ojos llenos de pasión encendida por un deseo más profundo que el carnal. No era solo pasión lo que sentía por ella. Era una necesidad primitiva, oscura, de poseerla por completo. No solo su cuerpo. Su mente. Su voluntad. Su alma.

—No ha terminado, piccola —murmuró con voz rasposa, arrastrando cada palabra con intenciones ocultas—. Aún no he visto todo lo que eres capaz de dar.

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