Cuatro mujeres detrás del telón

Días después, Demetrio no aguantaba más.

El comedor estaba iluminado por una lámpara colgante de cristal. La vajilla de porcelana contrastaba con el silencio tenso que reinaba entre ambos. Celine comía despacio, impidiendo la mirada intensa que Demetrio le clavaba desde el otro extremo de la mesa.

Marilú, la sirvienta, les sirvió la cena con la sonrisa forzada de quien desea quedarse, pero sabe que no le corresponde. Llevaba el cabello recogido, los labios pintados de rojo intenso, y un escote innecesariamente generoso para la ocasión. Demetrio no la miró ni una vez, aunque ella se inclinó más de la cuenta al servirle el vino.

—Gracias, Marilú —dijo Celine, apenas alzando la vista.

—A la orden, señorita —respondió la joven, lanzando una rápida mirada al jefe antes de desaparecer por la puerta trasera. Ella sabía moverse con discreción. Desde que Celine había llegado, sus encuentros nocturnos con Demetrio se habían vuelto más furtivos, menos frecuentes... pero no inexistentes.

Demetrio cortó la carne con calma. Había algo calculado en sus movimientos, como si cada gesto estuviera destinado a recordarle a Celine que estaba en su terreno.

—Te lo repito —dijo sin levantar la voz, con ese acento italiano que volvía cada palabra una sentencia suave—. Puedo acabar con todos los que te hicieron daño. Solo tienes que darme tu palabra. No te pido amor. No todavía. Lealtad en solitario. Y que te casos conmigo porque solo así nadie te tocará.

Ella dejó los cubiertos en el plato y lo miró con seriedad.

—No puedo, señor Demetrio. No estoy hecha para estás cosas. No tienes que hacer esto por mí.

Él apoyó los codos sobre la mesa, entrelazando las manos bajo su barbilla.

—¿Estás segura?—pregunta sin perder la sonrisa—. Porque en este mundo... las decisiones correctas a veces no vienen del corazón, sino de la necesidad. Necesitas mi cuidado.

—Usted no necesita casarse conmigo para vengarme. Puede hacerlo igual. Yo trabajaré duro y se lo pagaré.

—Podría —admitió—. Pero sería un desperdicio. Te admiro, Celine. No solo por tu belleza, sino por tu fuerza. Me gustaría tener una mujer así a mi lado. Y si además consigo joderle la vida a quien te rompió el corazón, mejor aún. Si quieres pagar el favor se mi esposa.

Celine presionó las manos sobre la falda. No le temía, pero su frialdad le ponía los pelos de punta. Había en él algo... oscuro. Como una tormenta constante que sabía cómo disfrazarse de calma.

—Lo pensaré —dijo al fin, bajando la mirada hacia su plato intacto.

Demetrio se levantó, dio la vuelta a la mesa y se inclinó junto a ella. Su perfume amaderado la envolvió.

—Hazlo, tesoro. Pero no tardes mucho. El mundo no espera a las mujeres indecisas. Puedo darte todo lo que quieras. Y ese poder solo te lo otorgó a ti, a nadie más.

Le besó la sien y se alejó sin más. Celine lo miró salir del comedor con la espalda recta, el andar firme, como si ya supiera que eventualmente, ella cedería.

Esa noche, Marilú caminó descalza por el pasillo, vestida solo con una bata de seda que apenas le cubría los muslos. Se detuvo frente a la puerta del cuarto de Demetrio, miró hacia ambos lados y entró en silencio.

Él ya la esperaba, recostado en un sillón, leyendo un expediente.

—Buenas noches amo ¿Pensaste que me olvidarías tan fácil? —preguntó ella, dejando caer la bata con un movimiento de hombros.

Demetrio la miró con desgano, dejando los papeles sobre la mesa.

—No me olvido de lo que es mío. Pero no te confundas, Marilú... tú y yo solo compartimos noches, no intenciones. Y tú obtienes un techo y comida.

Ella se acercó a su regazo y se acomodó, envolviéndolo con sus piernas.

—Mientras sigas llamándome, eso me basta.

Él la besó sin pasión, con hambre. Pero en su mente, ya no estaba ella. Era Celine quien lo desvelaba. Su negativa, su terquedad, su fuego. Y aunque tuviera otra mujer jadeando en su oído... era a la otra a quien quería tener rendida entre sus sábanas.

Dos meses después, Celine despertó una mañana con náuseas insoportables y un agotamiento que no podía explicarse. Se había mareado dos veces esa semana, y los olores —incluso el de su propio perfume— le revolvían el estómago.

Marilú, observadora como siempre, la seguía con la mirada mientras preparaba el desayuno.

—Señorita Celine... —dijo con un tono que fingía despreocupación—. ¿Ya le bajó este mes? Se nota muy extraña y pálida. Casi ni toca el desayuno estos días.

Celine frunció el ceño, abrumada por el dolor de cabeza y el estómago revuelto.

— ¿Qué clase de pregunta es esa?

—Perdóneme, pero trabajó con muchas mujeres. Esos mareos, la palidez... los antojos raros de ayer... usted no está enferma. Está embarazada.

Celine se quedó en silencio. Su rostro perdió el poco color que le quedaba.

—No. No puede ser...

— ¿Quiere que le compre una prueba? Nadie se enterará.

Céline asintió sin voz.

Una hora después, encerrada en el baño con las manos temblorosas, esperó el resultado. Marilú tocó la puerta desde fuera.

—¿Quiere que entre?

—No —respondió Celine con un hilo de voz.

Minutos después, la prueba marcó dos líneas. Claras. Irrefutables.

Cuando Demetrio regreso del banco...

— ¿Estás seguro? —preguntó Demetrio cuando Marilú lo detuvo antes de salir rumbo al aeropuerto.

—Señor, lo vi yo misma. Apenas pudo mantenerse en pie. Ella no quiere que usted lo sepa, pero está muy mal.

Demetrio soltó una maldición en italiano y regresó sobre sus pasos. Subió a su cuarto, entró sin tocar, y la encontró recostada en el sofá, con la prueba aún en la mano.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—¡Señor, Demetrio...yo...!

—No estoy enojado...solo un poco decepcionado. No pienses que te voy a echar por eso.

—Esto yo no lo planeé. No esperaba esto. Yo lo olvide por completo, debí haber tomado algo, pero con todo lo que pasó se me fue de la mente y lo olvidé por completo. Yo tenía a mi novio y solo estuvimos juntos una vez, esto es un desastre, el desapareció. Necesitolo, el debe saberlo, saber que será padre—su buscarsurra con voz tensa.

Demetrio la observa en silencio. Sus ojos, normalmente duros, se suavizaron aparentemente por un momento. Se sienta a su lado y le toma la mano.

—Tú no vas a pasar por esto sola. Se nota que ese canalla simplemente se fue y te abandonó. Todos saben de la muerte de tus padres y aún así no se ha presentado. Mis hombres no me han informado de nadie buscándote. No tienes que abortar. Si estuviste con alguien más y le entregaste tu tesoro, aún así me gustas. Pero haré lo que me digas...¿Como se llama él?

En ese momento, el instinto de Celeste le dijo que no revelaría el nombre del padre del niño...Aunque él la había ayudado, algo le daba mala impresión y una espina.

Ella lo miró con una mezcla de duda y dolor.

—Gracias...El se llama Ángelo Coneli, estudiamos juntos.

—Bien. ¿Dónde vive?

—Solo se que vive en los suburbios. Nunca fui a su casa. Nos vimos en la escuela. Mis padres fueron muy estrictos con eso de tener novio. Siempre estuve en contra.

—Entiendo. Vamos al médico, hay que hacerte un diagnóstico más extenso y ver qué tú cuerpo está bien. Mis hombres estarán atentos si ese Ángelo aparece.

—¿Y Marilú? ¿Te lo dijo?

Él no respondió. Solo se levantó y dijo:

—Vamos. Te llevo al hospital. Quiero asegurarme de que estás bien. No importa lo demás.

La puerta del consultorio se abrió con un clic suave. Demetrio salió primero, su rostro tallado en piedra, impasible, elegante como siempre. Llevaba su saco al hombro, una mano metida en el bolsillo del pantalón de lino. Su silueta contrastaba con la frialdad de sus ojos.

—Y bien? —preguntó Celine, de pie.

Él se inclinó hacia ella, voz baja, tensa.

—De cinco a seis semanas. La presión está un poco baja, pero nada alarmante —dijo, como si repitiera algo ajeno—. El feto está bien implantado. Es viable.

Luego de otras instrucciones salen del consultorio.

Ella bajó la vista. Sentía un nudo en el estómago que no tenía que ver con las náuseas. Era otra cosa. Una alarma silenciosa en su pecho.

¿Estás molesto? —preguntó en voz baja.

Demetrio alzó las cejas, como si la pregunta lo ofendiera. Se acercó un paso más, tan cerca que ella sintió su perfume amaderado.

—¿Molesto? Para ser sincero, siempre quise un hijo —respondió, pero su tono carecía de emoción, como si recitara una línea ensayada—. Y como me gustas... no me molesta que este bebé sea de otro.

Celine retrocedió un paso, como si sus palabras tuvieran filo.

—Dios que voy a hacer—susurra, helada.

Él extendió la mano, suavemente.

—Yo lo criaré contigo... si me lo permites.

Ella no supo qué responde. Sintió que el mundo se estrechaba, como si todas las decisiones que pudieran tomar desde ahora dependieran de él, de ese hombre que la miraba con una mezcla perfecta de deseo, control y propósito.

—Demetrio... esto es una locura. Yo ni siquiera...

—Quiero que seas mi novia desde hoy —interrumpió él, su voz profunda, dictando una sentencia.

No era una súplica. No era una invitación. Era un mandato velado en galantería.

Celine bajó los ojos a su vientre, como si ya pudiera ver la forma de la criatura que crecía dentro de ella. Su corazón latía demasiado rápido. No era amor lo que sentía en ese momento. Era vértigo. Era miedo disfrazado de estabilidad.

—Lo pensaré —susurra.

Él aparentemente con una lentitud peligrosa, como si casi acabaría de ganar una guerra que solo él sabía que estaba librando.

Horas después, el auto de lujo de Demetrio los dejó frente al edificio de apartamentos que él poseía en el centro. Subieron en silencio.

—Aquí estarás segura —dijo él al abrir la puerta del apartamento.

Celine se dejó caer en el sofá. Sentía el cuerpo entumecido, el alma suspendida en el aire.

—Voy al aeropuerto —anunció él mientras se ponía otra chaqueta—. Dos días. Viaje de negocios. Te dejaré a Marilú por si necesitas algo. No hagas esfuerzos. No tienes que ir a la escuela. Ya envié una excusa de baja. Estaré aquí para hacerle a tus padres los nueve días del velorio.

— ¿Vas a irte justo ahora? —pregunta, tocándose el vientre instintivamente.

Él se inclinó y le acarició la mejilla con ternura ensayada.

—Mi mundo se está moviendo por ti, princesa —le susurra al oído—. Confía en mí.

Y se fue.

En el avión, Demetrio ocupaba la suite de primera clase. Una azafata joven, de piernas largas y labios pintados de rojo escarlata, le sirvió el whisky con una sonrisa insinuante.

— ¿Algo más que desea, señor? —pregunta.

Él la mira de arriba abajo.

-Si. Si quieres una propina extra ven conmigo.

Media hora después, en el baño estrecho del avión, la azafata jadeaba contra la pared con la falta hasta el cuello y la ropa interior a un lado, mientras él la tomaba sin delicadeza. Cuando terminaron, le acomodó el uniforme con elegancia y le dio una nalgada como despedida. Tomo el condón usado y lo tiró por el retiro.

Esa noche, ya en el hotel Gran Almirante, lo recibió otra de sus amantes: una francesa que se desnudó apenas cruzaron la puerta.

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