LILIANA CASTILLO
Después de ese par de disparos, solo escuché el agua cayendo en finas gotas. Abrí los ojos y me encontré con Javier, hincado delante de mí. Fruncí el ceño, confundida, porque mis recuerdos vinieron a mi mente como destellos. Santiago hincado frente a mí, preocupado, prometiendo que siempre cuidaría de mí, besando mis rodillas con ternura…
—Eras tú… —susurré con la vista nublada por las lágrimas y cubrí mi boca, silenciando mis sollozos. La mano de Javier se deslizó por mi mejilla, con ternura.
—Sabía que me recordarías algún día —contestó antes de besar con gentileza mi rodilla enrojecida por la caída—. Siempre tropiezas cuando corres. De seguro tienes los pies chuecos.
—¡Eso no es cierto! —exclamé indignada, pero los sollozos entrecortaban mis palabras y las hacían sonar menos molestas.
—Ya… No llores… Me matas cuando lloras así —susurró con ternura, tomando mis manos y besándolas dulcemente antes de tomarme en brazos—. Todo está bien. Perdóname por llegar tarde.