LILIANA CASTILLO
Giré hacia Carmen y le di un par de vueltas a la pata rota que me quedaba en la mano. Sabía que el truco no saldría dos veces y tenía que pensar.
—Dispara a las piernas —susurró Carmen y el hombre bajó el cañón, apuntando hacia mis muslos—. No la quiero muerta.
Fruncí el ceño confundida y Carmen volvió a sonreír.
—Tontita, si estás embarazada de Javier, no voy a arriesgarme a perder a mi nieto —contestó a la pregunta que nunca formulé—. ¿Sabes? Pensaba que un niño como Javier era difícil de educar y de guiar, pero resultó muy dócil y, sobre todo, muy efectivo. No me molestaría tener otro como él a mi disposición.
»En cuanto a ti, bueno, tal vez lo mejor será que te rompa las piernas y te meta en un psiquiátrico donde pases tu embarazo. Incluso, si te portas bien, podría dejarte vivir eternamente ahí, entre los locos, con tus piernas siendo fracturadas cada par de meses —dijo con calma, como si ya lo tuviera planeado desde antes—. Javier no te extrañará. De seguro