Narrado por Karina
El silencio en la sala de ecografía se volvió insoportable. El médico había salido un momento, dejándonos a solas con la imagen que aún seguía fija en la pantalla: una sombra diminuta, apenas un destello en blanco y negro que latía en silencio. Mi hijo.
Pero no era de Dante.
Me ardían los ojos, pero no podía llorar. Tenía miedo de que si lo hacía, si dejaba salir ese torrente, Dante me soltara la mano y se marchara. Sentía el peso de su respiración junto a mí, contenida, quebrada, y me odiaba por arrastrarlo a este lugar.
No podía explicarle lo que ni siquiera yo terminaba de comprender. No podía decirle que había sido un error, un instante en el que mi vida se mezcló con la de Teo en medio de tanta confusión. No podía justificar lo injustificable.
Bajé la mirada, mis dedos aún entrelazados con los suyos, esperando que él soltara primero. No lo hizo. Su mano firme sostenía la mía como si quisiera demostrarme que, pese a todo, no iba a dejarme caer. Y esa certeza me