La mansión Gallardo estaba silenciosa al caer la tarde, como si todo el edificio contuviera el aliento esperando su regreso. La tormenta había cesado hacía días, pero el aire todavía olía a tierra mojada y a renacimiento.
Isabella y Sebastián cruzaron el umbral de la casa acompañados por Vanessa, Rayan, Fabio, Karina y Rubén. Todos llevaban algo de cansancio en el rostro, pero también una serenidad nueva, como si la oscuridad de Delta Rojo hubiera purificado parte de sus almas.
—Bienvenidos —murmuró Elisa, la abuela de Sebastián, saliendo desde el salón con una sonrisa que contenía lágrimas—. Este hogar volvió a latir cuando supimos que regresaban.
Isabella se aferró a ella por unos segundos, como si quisiera anclarse a todo lo que aún era seguro. Elisa la abrazó con fuerza, con ese tipo de amor que no se rompe ni se gasta con los años.
—¿Van a quedarse? —preguntó Andrea Gallardo, la madre de Sebastián, saliendo de la biblioteca con una copa de té caliente en la mano—. Porque la c