El sol de la tarde bañaba el jardín del hospital con una calidez suave, como si el cielo hubiese decidido regalarles un respiro tras la tormenta. Las hojas de los árboles se mecían al ritmo del viento, y el canto de los pájaros formaba una melodía tranquila, casi sagrada.
Isabella empujaba lentamente la silla de ruedas donde estaba sentado Sebastián. Aunque él insistió en caminar, el médico fue claro: unos días más de reposo no le harían mal a nadie. A regañadientes, aceptó… siempre que Isabella lo acompañara.
—¿Sabes qué es lo irónico? —murmuró él, mirando un rosal amarillo—. Que este jardín estuvo aquí todo el tiempo y nunca lo noté. He pasado tantas veces por este hospital en misiones, emergencias, visitas rápidas…
—A veces se necesita estar al borde del abismo para ver lo simple —respondió Isabela—. A mí me pasó cuando perdí a mis padres… y luego cuando creí haber perdido a Zoe.
Sebastián tomó su mano, apretándola con suavidad.
—Ella… nos dejó algo, ¿verdad?
Isabella asintió