El silencio en la sala era denso, casi sólido. Las palabras recién pronunciadas por Rubén Gallardo parecían haberse detenido en el aire, vibrando entre los muros de mármol y las miradas incrédulas de su equipo. Sebastián, de pie frente a su padre, apenas podía respirar. Su pecho subía y bajaba con esfuerzo, y en sus ojos danzaban la ira, la confusión y el dolor.
—¿Quince años, padre? —susurró Sebastián, apenas audible—. ¿Quince años viviendo como un traidor frente a todos? ¿Incluso frente a mí?
Rubén mantuvo la mirada firme, pero en el fondo de sus ojos se asomaba una sombra de culpa.
—Era la única forma —respondió con voz grave—. Si lo hubiera dicho, si hubiera dejado una sola pista… tú, tu madre, incluso Isabella y su familia, habrían sido los primeros en caer. Esta gente no perdona las deslealtades ni la traición.
Sebastián dio un paso más cerca, con los puños cerrados.
—¿Y todo ese tiempo que me hiciste creer que solo te importaba el poder? ¿Cuándo no viniste al funeral de mi