La noche había caído sobre la ciudad, cubriendo los rascacielos del corazón financiero con un manto de luces parpadeantes y sombras alargadas. En el balcón del Penthouse de la familia Fernández, el viento soplaba con una tibieza inusual. Isabela se apoyaba contra la barandilla, la vista perdida en el horizonte. Sebastián apareció a su lado en silencio, como si su presencia hubiera sido convocada por el suspiro contenido en el pecho de ella.
—¿No puedes dormir? —preguntó él, con voz baja.
Isabela negó con la cabeza.
—Demasiadas cosas… demasiadas piezas que no encajan todavía.
Sebastián apoyó los codos junto a ella, sus ojos clavados en los edificios lejanos.
—Lo de mi padre… aún me cuesta procesarlo —admitió—. Pero al menos sé que no estaba del lado de los monstruos. Que todo tenía un propósito.
—Y eso te basta —dijo ella, no como una crítica, sino como una observación.
Él la miró, buscando en sus ojos la verdad detrás de esas palabras.
—¿Y tú? —preguntó entonces—. ¿Qué te bast