Capítulo 2

 

Sonaba la primera campanada de la gran catedral, cuyo estilo gótico se notaba aún a la distancia que me encontraba frente a la enorme plaza. Estaba anunciando las siete de la tarde en punto.

De repente, fue como si me sintiera dentro de una película. Porque por alguna extraña razón, sabía que estaba siendo observada.

Dirigí la mirada en cámara lenta hacia una pareja adulta, quienes corrían con cierta desesperación disimulada hacia la que supuse sería su casa, la cual en realidad por aquella actitud, pareció ser más bien algo así como su refugio.

Aquel pensamiento hizo que se me helara la espalda. No dejé avanzar dicho pensamiento y me centré en la idea de que había muchas cosas que aún no comprendíamos del todo. No había nada de lo cual alarmarse. Salvo del hecho de que mi melliza estuviera tardando tanto en averiguar sobre nuestro rumbo. Y por lo que pude ver, ella no lucía del todo contenta. De hecho, a la distancia podía ver perfectamente que estaba enfadada.

— Veo que alguien fue ignorada. — pensé en mi foro interno.

Fue extraño ver cómo aquel hombre, a quien mi hermana le pidió indicaciones, la ignorase como si tal cosa solo para continuar cerrando su local con cierto aire de frustración, a la vez que emitía alguna que otra rabieta debido a la hora que leía en su reloj.

Sonó la última campanada y mi hermana no daba el brazo a torcer. No se iría sin una respuesta. Aunque eso le costara mostrar sus puños (claro que no los aplicaría), pero eso me permitió saber que le tomaría un poco más de tiempo para volver a donde la esperaba sentada.

Me sorprendió el silencio que acontecía en la ciudad. Jamás se me hubiera ocurrido que se parecería tanto a nuestro pueblo, al menos en ése único aspecto.

Tanta soledad me hizo pensar en buscar en los alrededores, con la esperanza de encontrar a otros que también estuviesen en la misma situación.

La última campanada había sido potencialmente aturdidora, por lo que aún creía tener los oídos tapados para cuando dirigí la mirada hacia la parte central de la plaza.

Para mi sorpresa, sí había alguien allí. No se trataba más que de un niño pequeño, de unos ocho años aproximadamente. El pobre se refregaba los puños sobre los ojos, emitiendo un llanto en murmullos.

No podía quedarme ahí sin saber qué le sucedía. Quizás incluso podía ayudarlo en el caso de que se hubiera perdido, aunque, bueno; era más probable que fuese él quien nos terminara ayudando a nosotras.

Fui hasta el pequeño infante, pero él ni siquiera levantó la vista para saber quién era la extraña que se le acercó. Me arrimé a él y me puse de cuclillas para alcanzar su altura. Fue allí cuando le pregunté preocupada:

— ¿Qué te ocurre? ¿Por qué lloras? — traté de sonar lo más agradable que pude, pero el niño no se inmutó frente a mis preguntas, ni siquiera frente a mi tan próxima presencia.

El pequeño siguió refregándose los ojos con las manos una y otra vez. No parecía existir consuelo para su pequeña alma entristecida.

Sin embargo, sacó coraje y aun cuando era evidente que le costaba hablar, articuló algunas palabras.

— Lloro porque todos los de mi especie me odian. Todos en este mundo me odian. — rompió a llorar nuevamente.

Sus lágrimas y su voz quebrada temblándole en la garganta hicieron que mi corazón se me hiciera trizas, partiéndolo en miles de pedazos que jamás sabría cómo volver a unir.

Traté de encontrar palabras de aliento que lo animaran. Pero ninguna parecía ser de mucha utilidad. Aun así, debía decirle algo, por más mínimo que fuese con tal de que su llanto parara de una vez por todas.

— No digas eso — le pedí—. No entiendo por qué te dirían algo como eso. Pero estoy segura de que se equivocan. — al parecer, mis palabras tuvieron efecto sobre él, pues al menos había conseguido que dejara de limpiarse las lágrimas de los ojos.

El niño dirigió su mirada a un punto ciego en el horizonte y permaneció allí estupefacto. Su rostro se volvió gélido y frío como un glaciar. Ya no quedaba rastro alguno de aquel niño inocente que aparentaba ser en un principio.

— Es que…— su voz se tornó seria, pero la nota de tristeza seguía intacta en ella—. Ellos me odian porque es mi culpa que se convirtieran en lo que ahora son. Es por mí que tendrán que soportar el letargo eterno… tan eterno que con sólo pensarlo…— no necesitó terminar su frase, sabía que no lo entendería ni en sueños.

Fue entonces, que por primera vez, el pequeño me dirigió la mirada. Sus ojos carmesí me provocaron un grito inconsciente que tuve que retener en mi garganta. El pavor me llevó a aquella región de mí ser que nunca antes había sentido con tanto pesar. Aquella región oscura, a la cual me negué rotundamente a regresar durante toda mi infancia.

Sin embargo, allí estaba. Como un niño que por hacer una broma, toca el timbre de una casa y se olvida de salir corriendo.

Allí me hallaba, con la espada contra la pared.

Su mirada cautivó mis sentidos. Sentía millones de sensaciones y no sabía cómo expresarlas a todas juntas. ¿Cómo podría? Eran demasiadas, ¡demasiadas! Fue como si por un instante, la realidad y aquel mundo de pesadillas chocaran de una forma abismalmente espeluznante. Pero había más que sólo miedo. Aún seguía sintiendo culpa por aquel niño. Sus colmillos sobresaliendo de sus labios me dejaban completamente perpleja. Sabía que en alguna parte sentía comprensión y, por sobre todo, compasión. Seguí experimentando aquel remolino de emociones, pero sólo amagué a expresar mi enorme confusión dando unas zancadas hacia atrás.

Mi cuerpo se precipitó a temblar, así como mi corazón se decidió por trabajar el triple de su capacidad, sólo para cerciorarse de que si no era yo la que salía corriendo, entonces él tomaría la iniciativa. 

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