CAPÍTULO 81.

El hospital central de Luzbria era un infierno.

Pasillos saturados, gritos en cada esquina, sangre que ya no se limpiaba, solo se esquivaba. El temblor había sido devastador, pero el verdadero desastre vino después: hombres, mujeres y niños arrastrados por los suelos, heridos por derrumbes, por estampidas… por bestias.

Kael no había dormido. No podía.

Con el rostro cubierto de sudor y ojeras, caminaba de un ala a otra con la bata blanca aún ensangrentada.

Una enfermera se le acercó con los ojos al borde del colapso.

—No damos abasto —susurró—. No tenemos más suero. No tenemos más manos.

Las salas de emergencia estaban desbordadas. Había pacientes tirados en colchones improvisados, en camillas metálicas, en sábanas sobre el suelo. Algunos lloraban. Otros ya no podían. Los médicos trabajaban con lo poco que quedaba. No había suficiente morfina. Ni plasma. Ni oxígeno.

Kael sintió la presión en el pecho, pero no era humana. Era su lobo rugiendo, contenido bajo su piel.

Y esta ciudad, aun
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