Un día antes de salir del país, Aitana subió a un santuario antiguo en la sierra. Desde que perdió al bebé, se le repetía el mismo sueño: un recién nacido, empapado en rojo, llorando a gritos.
Había hablado con un fraile para que oficiara una misa por el descanso y por su propia paz. Al entrar al templo, la vio: una figura alta, de rodillas, justo al centro de la nave.
Ese espalda la habría reconocido en cualquier parte.
—¿Supiste? —susurró alguien detrás—. La novia de Dylan López está desahuciada. Él vino a pedirle un escapulario. Dicen que subió de rodillas desde la falda del cerro hasta aquí…
—Que en el último tramo casi se va por el barranco —agregó otra voz—. Si se resbala, no la cuenta.
Aitana se detuvo. En el brazo del hombre se asomaba una venda; la tela ya estaba manchada.
“Dylan no creía en nada. No entraba a iglesias, ni tenía santos en casa. En la empresa cuando le regalaron un rosario, se lo soltó a su asistente y, cuando quise ir al cementerio a llevarle flores a mi madre, apagó el cigarrillo, diciendo: “Los muertos, muertos están; las velas son consuelo para los vivos.”
Y allí estaba: de rodillas frente al altar, la frente pegada al frío del piso. Devoto hasta lo humillante.
Aitana torció la boca.
“No es que no crea. Es que nunca hubo alguien por quien arrodillarse.”
***
Salió del santuario al caer la tarde. El viento que bajaba de la cañada estaba helado; se ciñó la chamarra y tomó el sendero de piedra.
Una sombra saltó desde el monte y le cortó el paso. No alcanzó a gritar: una mano le cubrió la boca y la nariz. Oscuro.
Cuando abrió los ojos, estaba recargada contra un tronco. Alguien corría cargando una camilla hacia la orilla del barranco.
—¡Rápido, el herido está abajo! —gritó un paramédico.
Aitana se sostuvo del árbol para ponerse en pie. Antes de entender qué pasaba, una silueta alta llegó con el aire gélido del cerro.
—Aitana —la voz de Dylan era una piedra—. Y yo que pensé que lo de las maldiciones era puro coraje. Empujaste a Mía, ¿verdad?
Le cerró los dedos en el cuello y la estampó contra el tronco.
—Si no fuera porque cayó sobre unas rocas y sobrevivió, te juro que te hacía acompañarla.
Aitana se quedó sin aire. En la mirada oscura de Dylan entendió de golpe.
—Yo… no fui…
—¿Todavía te excusas? —su voz fue hielo—. Ustedes dos aquí al mismo tiempo. Ella abajo, tú arriba. ¿Casualidad?
Aitana le sujetó la muñeca, buscando aire. Justo cuando las luces se le encogían, el asistente llegó jadeando:
—Señor López, ¡la subieron!
Dylan la soltó y salió corriendo hacia la camilla. Aitana se dobló, tosiendo.
Entre lágrimas vio a Mía aferrarse al saco de Dylan.
—Tengo miedo…
—Estoy aquí —le apretó la mano—. Nadie te va a tocar.
La acomodó con cuidado en la ambulancia y le dijo algo al asistente antes de irse con ella.
El asistente volvió sobre sus pasos. Le sostuvo la muñeca a Aitana con una presión de tenaza.
—Con permiso, señorita.
La arrastró hasta el borde y la empujó.
El vacío le arrancó un grito mudo. Cayó sobre una piedra y el dolor le crujió por los huesos.
Desde arriba, la voz del asistente bajó cortante:
—El señor López dice que te pasaste. Esto es tu castigo: que sientas lo que sintió la señorita Mía.
Los pasos se alejaron. Aitana quedó sola con el frío de la roca.
Intentó subir. Se clavó las uñas en las grietas; las palmas le ardieron. Resbaló. Lo intentó otra vez. Y otra.
“No te mueras aquí.”
“No les regales esta escena.”
Después de quién sabe cuántos intentos, con el cuerpo hecho llagas, alcanzó la parte alta.
***
El teleférico ya no funcionaba. Bajó a pie, tropezando con cada piedra, hasta que el amanecer le pintó la ciudad de un gris pálido.
Llegó a casa al clarear. Se enjuagó las heridas como pudo, se curó con lo que encontró y se hizo bolita en la cama.
Entre sueño y sueño, la puerta reventó contra la pared. En un tirón, alguien la alzó y la arrojó al piso helado.