Aitana salió del Registro Civil como un fantasma; caminaba sin ver, los pasos flojos. Subió al primer taxi que se detuvo y, al cerrar la puerta, por fin se le desbordaron unas lágrimas silenciosas.Cuatro años antes, para evitar el escándalo y “salvar la cara” de ambas familias, Aitana se había casado con Dylan en lugar de su hermana, quien se había fugado. Al principio él fue frío. Ella no se quejó: le organizó la vida con paciencia, le dejó la ropa impecable, la agenda clara, la casa en paz.Con los días, Dylan aflojó la coraza. Empezó a permitirle que le moviera los horarios, a escucharle —con una paciencia nueva— chistes malísimos. Incluso le confió documentos confidenciales del trabajo para que se los ordenara.Poco después, Dylan la colmó de atenciones. Le dio una tarjeta negra sin límite, la llevó a probar restaurantes de estrella Michelin. Si a medianoche a Aitana se le antojaba un mazapán de cacahuate de una dulcería al norte de la ciudad, él manejaba media urbe para comprárse
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