Seis meses después, Leonardo le organizó a Aitana una boda grande y luminosa.
La hacienda más elegante de la ciudad parecía cubierta de rosas blancas; la luz del día corría entre las torres de copas de champaña como si fuera agua.
Aitana se quedó frente al espejo de cuerpo entero del camerino. La mujer del vestido blanco le resultó, por un segundo, alguien muy lejana.
Medio año antes, al salir de sus estudios en el hospital, se había sentado una hora en el pasillo. Pensó en todo:
“La familia Castillo puede no exigir herederos… pero yo sé lo que pesa el apellido.”
“Tal vez lo nuestro aún no es tan hondo; detenerse a tiempo también es una forma de cuidar.”
El teléfono la arrancó de ahí.
—¿Dónde estás? —la voz serena de Leonardo viajó por el auricular.
—Estoy… de compras —mintió, seca.
Él, sin darse cuenta de la grieta, sonó ligero:
—Mándame tu ubicación en media hora. Que pase por ti el chofer. Te espero en la casa grande.
—¿La casa grande?
—Mis papás quieren conocerte.
Aitana sintió que