El tiempo se fue como si alguien hubiera pasado páginas a toda prisa.
En otro 1 de enero, Aitana volvió, como cada año, al santuario de las afueras para pedir por las niñas y los niños de la Casa Hogar Luz del Sol.
Amanecía fresco en la sierra. Aitana se ajustó la pashmina de cashmere, se arrodilló sobre el cojín de paja y rezó con calma. El humo del copal subía en espirales alrededor de la imagen del altar y ese olor dulce le aquietó el corazón. Luego caminó hasta el árbol de los deseos y ató un listón rojo con un nudo firme.
Entonces lo vio.
Un fraile de hábito gris barría las hojas caídas junto al atrio. El perfil, el modo de inclinar la cabeza, la forma contenida de moverse… Aitana contuvo el aire.
Dylan López.
Del hombre arrogante no quedaba nada. Estaba delgado, con los pómulos marcados; en la mirada no había soberbia, sino una quietud casi transparente.
—Él es fray Mateo —dijo un novicio al notar que Aitana miraba—. Dicen que vino a pedir perdón. El templo da paz a muchos, pero