El almacén abandonado en el distrito portuario olía a salitre, moho y abandono. La luz de la luna se filtraba a través de las ventanas rotas, iluminando motas de polvo que danzaban en el aire denso. Olivia, abrigada con una sencilla chaqueta oscura, sintió el frío húmedo calarle los huesos mientras esperaba, cada uno de sus sentidos alerta. El sonido de sus propios latidos le martillaba los oídos.
No había seguido el consejo del hombre. Dos de los guardaespaldas más discretos de Lion esperaban en un coche no identificado a una manzana de distancia, con la orden estricta de no intervenir a menos que su vida corriera peligro inminente. No era una temeridad completa, pero se acercaba lo suficiente.
Un ruido de pasos apresurados hizo que se volviera. La figura del hombre, encorvada y nerviosa, emergió de entre las sombras. Era más joven de lo que su voz había sugerido, con el rostro demacrado por la ansiedad y los ojos inyectados en sangre.
—¿Tiene el dinero? —Preguntó, sin preámbulos, su