El estudio de Lion en la mansión Winchester era un lugar diseñado para imponer. No por su lujo, que era abundante y severo, sino por su atmósfera. Las paredes de roble oscuro absorbían la luz, y el enorme escritorio de ébano parecía un ataúd para las esperanzas de quienes eran convocados allí. Aquella mañana, el aire era tan denso que resultaba difícil respirar. La furia de Lion no era un fuego crackeante, sino un glaciar que avanzaba lento e implacable, congelando todo a su paso.
Olivia estaba sentada en un sillón de cuero junto a la chimenea fría. Envuelta aún en la chaqueta de su esposo, observaba la escena con una tranquilidad que le resultaba ajena. El dolor y la traición seguían allí, eran una herida profunda en su costado, pero la fría determinación de Lion le había inyectado una especie de calmante letal. Ya no temblaba. Observaba.
Caleb, de pie frente al escritorio, parecía un cadete frente a un general despiadado. Su rostro, usualmente tan seguro y arrogante, estaba pálido,