La derrota tenía un sabor metálico, como el aire después del pulso EMP. En el apartamento de Samuel y Gabriel, el silencio no era de descanso, sino de reconcentración total. Las pantallas, ahora restauradas, mostraban cascadas de código: logs del ataque, lecturas residuales de energía, cualquier fragmento de datos que el dispositivo del Cartógrafo no hubiera vaporizado.
—Fue premeditado, quirúrgico—murmuró Samuel, sus ojos escaneando líneas a una velocidad inhumana—. El pulso estaba calibrado para un radio de diez metros exactos. No para dañar, solo para cegar y sordear. Un artista.
Gabriel, que había estado inmóvil frente a la ventana observando la lluvia azotar Londres, giró sobre sus talones. Su furia se había comprimido en una frialdad densa y peligrosa.
—Un artista que pisó nuestro suelo.Dejó huellas, aunque no sean de barro. Tus cámaras cayeron, pero los sensores de movimiento analógicos en los árboles… ¿captaron algo?
Una chispa de aprobación cruzó el rostro de Samuel. E