Dos años. Ese fue el tiempo que transcurrió desde la crisis de la ola de calor, el evento que consagró a la Fundación Aurora no solo como un faro cultural, sino como un modelo de resiliencia urbana. El "Proyecto Quinta Sinfonía" había madurado, sus raíces tecnológicas tan profundas y entrelazadas con la vida del edificio que ya eran indistinguibles de él. La Fundación era ahora un organismo simbiótico: el arte alimentaba el alma de la comunidad, y la tecnología de Silas, redimida, sostenía su cuerpo.
La paz, sin embargo, no era la de la ignorancia, sino la de la vigilancia activa. La amenaza de aquellos que una vez intentaron acceder a la bóveda de Silas nunca se materializó, pero su sombra permanecía, un susurro en los protocolos de seguridad de Samuel, una variable en cada cálculo de riesgo. Ese susurro se materializó una tarde de otoño, en forma de una mujer.
Se llamaba Elara Vance. Llegó con una discreción que era, en sí misma, una declaración de poder. No concertó una cita; simpl