La limusina se deslizaba por las calles de Londres, pero dentro, Camila Astor era un torbellino de furia contenida. El encuentro con Konsttantin Volkoff en la opulenta y sombría embajada había sido una prueba de fuego, y aunque había salido aparentemente ilesa, cada fibra de su cuerpo gritaba por la humillación y la presión.
Volkoff no había sido abiertamente hostil. Eso habría sido casi preferible. En cambio, había sido un ejercicio de dominación sutil, una demostración de que él sostenía todos los hilos. La había recibido en un despacho forrado de madera de roble, con iconos ortodoxos observando desde las paredes como testigos mudos. El aire olía a puro caro y a poder incontestable.
—Camila —había dicho, sin ofrecerle asiento. —Tu... malentendido en Chelsea ha creado ondas. Ondas que me llegan.
Ella había mantenido la sonrisa serena, la máscara perfectamente ajustada.
—Rumores exagerados, Konsttantin. Un pequeño contratiempo doméstico. Nada que afecte nuestros planes.
—¿Ah, no? —Él