La respiración de Olivia, por fin serena y profunda, era el único sonido en la suite hospitalaria. Lion permanecía sentado a su lado, inmóvil, con su mirada grabando cada detalle de su rostro en la penumbra. La luz de la luna acariciaba sus pómulos, iluminaba la suave curva de sus párpados cerrados, se perdía en la oscuridad de su cabello desparramado sobre la almohada. Una oleada de posesividad tan feroz como tierna lo inundó. La había encontrado entre las ruinas de su vida, un espíritu quebrado, pero no vencido, y la había reconstruido a su imagen, con su amor como argamasa.
Pero al observarla ahora, algo se agitó en su interior, una inquietud sorda. Esta Olivia, la que trazaba planes de venganza meticulosos y fríos, la que hablaba de pudrir matrimonios desde adentro con la serenidad de un general, no era la mujer que él había rescatado. La inocencia, esa cualidad etérea que siempre la había definido, a pesar de todo el dolor que había cargado, se estaba agrietando. No la había perd