No era la primera vez que Lion escuchaba su música. La había escuchado en la penumbra de su estudio, arpegios suaves que flotaban como susurros por los pasillos de la mansión. La había escuchado en ensayos privados, donde las notas, aunque perfectas, llevaban la cautela de lo íntimo. Pero esta… esta era la primera vez que la veía desnudar su alma frente a un verdadero público, bajo la implacable caricia de los reflectores que la bañaban en una luz celestial.
Sentado en la butaca de terciopelo, Lion no era el titán de hierro que gobernaba un imperio. Era un hombre, simplemente un hombre, cuyo mundo se había reducido al triángulo formado por el violín, la orquesta y la mujer que los unía a todos con la fuerza de su arte. Cada músculo de su cuerpo estaba tenso, no por la alerta, sino por la intensidad de la emoción que lo estrangulaba.
Cuando las manos de Olivia movieron el arco sobre las cuerdas, algo cambió en el aire. El primer acorde no fue solo sonido; fue una declaración de guerra