Capítulo 27— Confesiones en la penumbra
Victoria estaba de pie frente a la ventana, mirando el atardecer de Montevideo. El cielo anunciaba una noche larga. Apoyada en el marco, con los brazos cruzados y la mirada perdida en los árboles del parque, no lloraba, pero tenía ganas. Hacía meses que no se permitía derramar una lágrima. Aún no.
Sus hombros, sin embargo, parecían sostener un edificio entero.
La puerta se abrió con un roce contenido. Un golpecito leve.
—¿Puedo? —preguntó Samuel, quedándose en el umbral.
—Ya estás adentro —respondió ella, sin girarse.
Él cerró la puerta despacio. Dejó el sobre sobre la silla, aflojó apenas el nudo de la corbata y se acercó lo suficiente como para verla de perfil. Había cansancio en sus ojos cafés, y algo más: el eco de la palabra de Ernesto, esa palabra golpeada e indesmentible que todavía vibraba en la casa: ca-sa-mien-to.
—Necesitamos hablar —dijo Samuel, en voz baja—. No de lo de anoche, ni de Valerie. De nosotros. De lo que vamo