Capítulo 26 — La duda crece
La tarde en la mansión Montaldo fue un torbellino. Samuel y Victoria regresaron del hotel en silencio, con un aire tan espeso que podía cortarse con un cuchillo. No habían discutido a gritos, pero sí con frases cortantes, puñales disfrazados de palabras que herían más que un grito.
Subieron juntos la escalinata, hombro con hombro, pero sin rozarse. Samuel rompió el silencio primero, con voz grave:
—Tenemos que hablar, Victoria. Yo no hice…
Ella lo fulminó con la mirada, sin detener el paso.
—No tenemos nada de qué hablar, Duarte.
La frialdad en su voz era un muro de acero, pero en sus ojos ardía otra cosa: celos, rabia, un dolor que no podía disimular. Samuel lo notó, dio un paso más cerca, queriendo explicarse, pero Victoria lo detuvo con un gesto tajante.
Se llevó dos dedos a la nariz, como si apartara un olor nauseabundo.
—Mejor anda a bañarte con lavandina y manda ese traje a la lavandería. Apestas a perfume barato. Desde que subiste a mi auto no