La voz de Leonhardt salía con violencia de su garganta, sacudiendo los muebles y reverberando en cada rincón de la casa. Por su parte, Annika seguía petrificada en el piso, respirando con dificultad. Sus ojos se negaban a mirar cualquier cosa que no fuera un punto en el suelo, pues su mente luchaba por asimilar la intensidad de la escena, atrapada entre el terror y la incredulidad.
Su cuerpo vibraba, no tanto por el dolor físico, sino por lo que acababa de pasar. Jamás, en todos los años que llevaba viviendo con Leonhard, lo había visto reaccionar así. Él nunca le había gritado, jamás le había levantado la mano, y era la primera vez que lo veía tan alterado.
Leonhardt había sido siempre un hombre sereno, el que la cuidaba con tanto afán, el que le preparaba té caliente cuando no podía dormir, el que la abrazaba con paciencia y quien también respetaba sus espacios. Y ahora ese mismo hombre la había golpeado. La bofetada había sido tan fuerte, que además de dolerle el rostro, le dolía el