Capítulo 3
El día de la cirugía, antes de salir, el Alfa Nate sacó de su bolsillo un pequeño colgante de diamante rosa engarzado en hilo de plata y, con suma delicadeza, me lo abrochó al cuello.

—Feliz aniversario —dijo con voz grave y suave, destilando la ternura adictiva de siempre.

Bajé la mirada: era el colgante que venía de regalo con la pulsera de diamantes rosados que le eligió a Rose aquel día.

Mis dedos temblaron un instante; el pecho se me encogió, pero sonreí y respondí con docilidad:

—Feliz aniversario; me encanta.

Él besó mi frente, la voz llena de la acostumbrada adoración:

—Diana, siempre eres tan obediente… así da gusto.

Antes de ir a la clínica privada decidí pasar primero por casa para ver a mis padres.

Aún no cruzaba el umbral cuando oí voces en tono bajo y claro.

Rose se quejaba con un deje meloso y agraviado:

—¿Qué se cree Diana? ¡Ayer se atrevió a golpearme la mano! Y eso que es mi hermana mayor.

Mamá intentó consolarla:

—No se saldrá con la suya por mucho tiempo; papá y yo te apoyaremos. Cuando querías su compañero destinado, ¿acaso no conseguimos que te lo cediera? El Alfa Nate también será tuyo.

Papá suspiró, y, con la voz cansada, dijo:

—Hija, deja ya los líos. Con lo difícil que fue casarte con Alexander, ¿qué harás si sus padres descubren lo del niño? Si anulan tu vínculo, ni el Alfa Nate podrá ayudarte.

Pero, lo más insultante fue cuando oí sonó la voz de mi propio compañero destinado, el Alfa Nate.

—Rose, no temas; ayer llevé los resultados de la revisión, todo está perfecto. Solo falta que el bebé nazca bien. —Luego tranquilizó a mis padres—: Papá, mamá, no se preocupen. Por Rose cualquier cosa.

Sentí un frío glacial; el pecho se me desgarró de dolor.

Mi loba cayó aullando: en la mente la desgarraban y pisoteaban, incapaz siquiera de levantarse.

Así que todos conspiraban juntos. Yo era la única engañada.

Desde el principio fui solo una herramienta, una pieza destinada a sacrificarse.

Al poco tiempo, un sirviente llamó a la puerta con la bandeja del té.

El Alfa Nate la abrió y, al tomar la tetera, se quedó helado.

En el umbral yacía rota la cadena de plata que me había puesto por la mañana.

El color le abandonó el rostro; tragó en seco y salió disparado, mirando en todas direcciones, con su lobo hecho un manojo de nervios.

Como un poseso marcó mi vínculo mental una y otra vez.

Al fin se conectó y su voz llegó temblorosa de urgencia:

—Diana, ¿dónde estás? Escúchame…

No respondí.

Lo invadió el pánico:

—¡Diana! No me asustes, ¿dónde estás?

Entonces escuché la voz nítida de una pasante de la clínica:

—Luna Diana, el quirófano está listo. Por favor, sígame.

Al otro lado, reinó un silencio súbito; la voz de Nate se quebró y, un segundo después, estalló.

—¿Cirugía? ¿Qué cirugía? ¿Dónde estás? ¿Qué pretendes? —gritó, presa de un terror y una desesperación nunca vistos.

Lo dejé apurado, al otro lado, bebí de un sorbo la poción que compré a la bruja y corté el vínculo mental por completo.

Desde este instante, él y esos parientes de corazón lobuno y entrañas perrunas ya no podrán sentirme.

Nadie volverá a encontrarme.
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