El rostro de Rose se volvió ceniciento; los labios le temblaron mientras intentaba abrir la boca para justificarse.
Pero sus suegros no eran ingenuos; hacía tiempo que percibían algo extraño.
Su nerviosismo—sumado a mi comentario cargado de intención—había echado raíces de sospecha.
—Rose, este cachorrito… ¿es realmente de tu sangre? —preguntó la suegra, ceño fruncido y tono grave.
—¡Claro que lo parí yo! ¡Mamá, cómo puede dudar de mí!
La voz de Rose se quebró; apretó al cachorro contra su pecho como si cualquiera pudiera arrancárselo.
Esa tensión excesiva solo la delataba más.
El suegro endureció el semblante y decretó sin réplica: —Mañana mismo harás una prueba de ADN.
Rose vaciló; se quedó pálida como ceniza sobre la nieve.
En ese instante el Alfa Nate, que había permanecido al margen, por fin intervino. El gesto le mutaba a cada segundo; fruncía el entrecejo como si recién entendiera la escena.
Se acercó y me miró con voz ronca: —Diana… jamás pensé que todo llegaría a esto.
Solté u