Pensé que Rose se calmaría, pero no—todavía no había tocado fondo.
Un día mi mejor amiga me mandó un enlace y, con voz gélida, soltó: «Mira esto; de verdad que no le cabe más descaro».
Abrí el enlace: un extenso post viral me saltó a la cara, encabezado por un título estridente:
«Ella me robó toda la felicidad desde que éramos niñas»
En el texto Rose desgranaba, sin respiro, su supuesto “calvario”.
Contaba que yo la había intimidado desde pequeña, que abusaba de mi condición de primogénita y me adueñaba de todo lo bueno.
Decía que, detrás de mi fachada afable, manipulaba a la familia para forzarla a ceder, incluso que le arrebaté a su compañero destinado y la obligué a aceptarlo.
Añadía que ahora, amparada en mi título de princesa del Norte, la oprimía con sed de venganza, la empujaba al divorcio y arruinaba su reputación.
Cada frase, un lamento bañado en lágrimas, pintándola como la víctima indefensa.
En cuestión de horas, la publicación trepó a lo más alto del foro de la comunidad li