Apenas avancé un par de pasos cuando una mano, dura como una trampa de acero, me apresó la muñeca.
Una voz conocida —áspera y chillona— tronó a mis espaldas: era mi madre.
—¡Diana, eres un engendro maldito! No pudiste salvar a tu propio cachorro y ahora vienes a perjudicar a tu hermana, ¿eh?
En su grito vibraba una furia descarnada: —Le costó tanto darle un cachorro a su nueva familia, y tú eliges justo hoy para armar escándalo. ¿Cuánta venenosidad cabe en tu corazón?
—¡Hace tiempo rompimos nuestro vínculo de sangre! Te desterramos del clan y dejas de ser nuestra hija, ¿y todavía te atreves a regresar para hacernos quedar en ridículo?
A cada alarido su voz taladraba el salón; la música y las charlas se extinguieron mientras todas las miradas se clavaban en nosotras.
También salió el Alfa Nate, ceño fruncido, voz contenida: —Diana, deja de hacer drama.
Lo miré con frialdad. ¿A quién intentaba apaciguar?
¿A mí, para que guardara silencio y enterrara aquella transacción inmunda?
—¡Basta!