Primer domingo.
Edward se despertó antes del amanecer, sin siquiera haber puesto una alarma.
Se sentó en la cama con la esperanza de que ese día podría mostrarle su lado humano, convencerla de quedarse y enseñarle a confiar en él.
Se duchó en silencio, se peinó sin dejar un solo cabello fuera de lugar y se colocó un traje oscuro.
Bajó a la cocina sin despertar al personal. Y él mismo se encargó del desayuno.
Pan tostado, café con cardamomo, mermelada casera, fresas frescas...
Era el desayuno favorito de Anya. Ya que ella misma le había dicho que no podía probar bocado mientras él estaba frente a ella, debía rentarla todos los días con comida que ella no pudiera rechazar. Así se acostumbraría a él.
Dejó el desayuno preparado sobre la mesa, permitiendo que el olor impregnada el aire y se dirigió a la sala.
Abrió las cortinas y acomodó los cojines sobre los muebles con esa perfección casi obsesiva. Encendió el tocadiscos con un vinilo instrumental de Debussy. Reverie, la melodía favorita de Anya.
Revisó