Pelirroja pincelada.
El pincel se deslizaba sobre el lienzo como si supiera qué no debía tocar. Alan no hablaba, tampoco Stella. El sonido de la lluvia golpeando el cristal, y el roce de las cerdas acariciando la tela, eran los únicos sonidos en la habitación.
Stella permanecía sentada en el sillón rojo, envuelta en la bata, con las piernas cruzadas y el cabello cayéndole libre sobre los hombros. Al principio había posado con cierta intención. Luego solo se quedó quieta. Mirando un punto muerto de la ventana.
De vez en cuando, parpadeaba, para convencerse de que esa voz que venía de su cabeza desde que era niña, era solo una ilusión.
“Cada hombre que te conoce siempre termina queriendo lo mismo. Este hará lo mismo y tú nunca podrías decir que no” Le espetaba la voz en su cabeza, y no era del tono incierto.
Ella nunca ha podido decir que no, quizás por miedo, por culpa, o por ese extraño instinto de complacer a quien le ofrece cariño, para evitar ser abandonada de nuevo.
Alan no parecía ser igual, pero ¿Cu