El odio que me importa.
El comedor estaba tan perfectamente dispuesto como la mañana anterior; frutas frescas decorando una bandeja, pan tostado impregnando su olor en el aire, café humeante con cardamomo y flores frescas en un jarrón de cristal, que hacían de la vista un deleite.
Anya bajó sin prisa, vestida con un pantalón de chándal rosa y un abrigo blanco. Su cabello aún húmedo caía suavemente sobre su espalda y para Edward no había una vista más sublime, pero no la miró demasiado, lo último que quería era incomodar a Anya.
Ella no dijo palabra al entrar; solo se sentó con la espalda recta y los ojos fijos en el café y el desayuno en la mesa, ignorando por completo la mirada de Edward.
Él se sentó frente a ella.
Se había levantado aún más temprano que el día anterior, como si su puntualidad y preparar el desayuno redimiera el daño que le había causado a su esposa, o al menos eso pensó Anya.
—Buenos días. —Dijo Edward con una voz exageradamente amable.
Anya tomó una fresa, pero no lo miró.
Él respiró hond